Claros del bosque (segunda parte) - La preexistencia del amor

Claros del bosque (II) - La preexistencia del amor

Autor: María Zambrano

                EL DESPERTAR

                El despertar privilegiado no ha de tener lugar necesariamente desde el sueño. Puesto que sueño y vigilia no son dos partes de la vida, que ella, la vida, no tiene partes, sino lugares y rostros. Y así del sueño y de ciertos estados de vigilia se puede despertar de este privilegiado modo que es el despertar sin imagen.

                 Despertar sin imagen ante todo de sí mismo, sin imágenes algunas de la realidad, es el privilegio de este instante que puede pasar inasiblemente dejando, eso sí, la huella; una huella inextinguible, mas que no se sabe descifrar, pues que no ha habido conocimiento. Y ni tan siquiera un simple registrar ese haber despertado a este nuestro aquí, a este espacio-tiempo donde la imagen nos asalta. El haber respirado tan solo en una soledad privilegiada a orillas de la fuente de la vida. Un instante de experiencia preciosa de la preexistencia del amor: del amor que nos concierne y que nos mira, que mira hacia nosotros.

                Un despertar sin imagen, así como debemos de estar cuando todavía no hemos aprendido nuestro nombre, ni nombre alguno. Ya que el nombre está ligado a la normal condición humana, a la imagen o al concepto o a la idea. Y el nombre sin nada de ello no se nos ha dado. El de «Dios» sabe a concepto, el del Amor, fatalmente también; y el amor del que aquí se trata no es un concepto, sino (ya que imposible es al nombrarlo no dar un concepto) una concepción. Una concepción que nos atañe y que nos guarda, que nos vigila y que nos asiste desde antes, desde un principio. Y esto no se ve claro, se desliza este sentir sin llegar a ascender a saber, y se queda en lo hondo, casi subterráneo, viniendo de la fuente misma; de la fuente de la vida que sigue regando oculta, de la escondida, de la que no se quiere saber «do tiene su manida», aunque la noche se haya retirado en este instante del privilegiado despertar.

                EL NACIMIENTO Y EL EXISTIR

                Se nace, se despierta. El despertar es la reiteración del nacer en el amor preexistente, baño de purificación cada despertar y trasparencia de la sustancia recibida que así se va haciendo trascendente.

                Y la existencia surgida de la pretensión de ser por separado deslumbra y ofusca al individuo naciente que sin ella sería como una aurora. Se rompe la niñez y aparece el adolescente desconocido, la incógnita que juega a serlo, que juega a serse. Se toma la libertad a costa de su propio nacimiento, y así apaga o empalidece, al menos, su aurora. Aparece la conciencia de todo y de sí mismo ante todo. El yo sí mismo se alza y pretende erigirse en ser y medida de todo lo que ve y de lo que así él mismo se oculta. Se muestra y se oculta el existente, él, por sí mismo; es su libertad que ejercita y afila como un arma contra todo lo que se le opone. Y todo, y más todavía del todo, puede oponérsele. Y que solamente en la fatiga, y más venturosamente en el olvido de ese ejercicio, el que inaugura su libertad como suya, su profundidad, puede vislumbrar y ver y sentir. Y esto, ver y sentir, percibir, le vuelve al amor preexistente. Mas teme hundirse en su acogida, en su blandura. Pues que por nacer y para nacer no hay lucha, sino olvido, abandono al amor, como los místicos proponen, los místicos del «nacimiento». Y aun los de la nada, que piden el nacimiento a la nada intercesora con lo divino, intercesora nada la de un Miguel de Molinos. La libertad se hace así impensable; la libertad inmediata, que el obstinado sólo en existir descubre y la usa como coraza, la cree invulnerable. Así el adolescente, ese enigma que surge, mientras se afinca en serlo, en no ir más allá. En disponer de sí mismo antes de que el amor disponga de él. Y se vuelca en la «libertad de amar», que le niega al amor, asfixiado así por su propia libertad, que sólo es suya, que no se comparte, porque no está ni viene desde lo alto. Desde el cielo de la alta libertad que sostiene y atrae el nacimiento y guía su muerte. Sólo da vida lo que abre el morir.

                Despertar naciendo o despertar existiendo es la bifurcación que inicialmente se le ofrece al ser humano. Y el existir lo arranca del amor preexistente, de las aguas primeras de la vida y del nido mismo donde su ser nace invisiblemente para él, mas no insensiblemente. Todo le afecta en ese estado, un todo que, si se deja, se irá desplegando. Y él, el que nace en cada despertar, surgiría, por levemente que fuese, en una especie de ascensión que no le extrae de este su primer suelo natal, en ese lugar primero que parece sea como un agua donde el ser germina, al que no se puede llamar naturaleza, sino quizá simplemente lugar de vida. Mas el ímpetu del existir se precipita con la velocidad propia de lo que carece de sustancia y aun de materia, de lo que es sólo un movimiento que va en busca de ellas y arranca al ser que despierta de ese su alentar en la vida. Y aun antes de abrirse a la visión, se ve arrastrado hacia la realidad, lo que lo pone frente a ella, a que se las vea con ella. Y con el tiempo que se mueve, y al que él, el hombre, ya por fuerza ha de medir. Y la luz tendrá que ser por el ser humano reducida. Y si por un instante la recibe, él, ya sujeto de acción y del indispensable conocimiento, la reducirá a una luminosidad lo más homogénea posible, que a su vez reduce seres y cosas a lo que de ellos hace falta solamente para ser recibidos nítidamente. Ser percibido para ser fijado como meta o como obstáculo que se interpone. Y el milagro que entra por los ojos cuando la luz entera se presenta será tenido por deslumbramiento, del que hay que huir y hundir en el olvido. Y así el olvidar desconociendo comienza. Y se irá, si el ímpetu hecho ya exigencia de existir prevalece, se irá abriendo el abismo del olvido que condena corriendo tras del cuidado con creciente afán. Y del afán llega a la lucha por fatalidad el que se da a existir olvidándose de cuánto debe al nacimiento. Y la lucha por necesidad, y por ventura a veces, se vierte en agonía, en verdadera agonía, ya que es imposible abolir el nacimiento y su promesa. La promesa de ser concebido y de irse al par concibiendo enteramente, aunque no se vea el término, ni la meta. Fin y principio están unidos indisolublemente en el que se da a nacer, recogiendo de cada despertar lo que se le ofrece sin lucha. No hay lucha en dejarse alzar desde el insondable mar de la vida. Y no se sabe si es en su profundidad o en su superficie donde llega la centella del fuego que es al par luz, que es lo que puede mover enteramente la respiración. Una centella del fuego que no abrasa, aunque traiga a veces pena, la fatiga de respirar por entero como si el respirar todo de la vida atravesara ese ser que entra en ella. Y la respiración se acompasa por esta luz que viene como destinada al que abre por ella los ojos. El que así alienta al encuentro de la luz es alumbrado por ella, sin sufrir deslumbramiento. Y de seguir así sin interrupción. Vendría él a ser como una aurora.

Fuente: María Zambrano, Claros del bosque,

Biblioteca de Bolsillo, Primera edición en Biblioteca de Bolsillo, septiembre 1986

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