Cuento del cadí

Cuento del cadí

 

Se cuenta que el cadí de Hamadán sentía deseo por un mozo herrador. Su corazón ardía

como herradura en el fuego. Cierto día estaba acongojado corriendo a buscarle,

expectante, como dicen los cronistas:

 

Me vino a la vista aquel esbelto ciprés,

me robó el corazón y me caí al suelo,

estos mis ojos lascivos me llevaron a su red.

Cierra pues los ojos para no picar el anzuelo.

 

Oí que el joven fue al encuentro del cadí en una calle, ya que algunos se habían enterado

del asunto y él estaba sumamente ofuscado. Le soltó una sarta de insultos, le arrojó

piedras y no hubo falta de respeto que no le mostrase. El cadí le dijo a un ulema, reputado

como él mismo:

 

Mira al efebo y todo su enojo,

y las arqueadas cejas sobre sus ojos.

  

Y dicen los árabes: Un bofetón de amante es dulce como una pasa.

De tus manos recibir puñetazos en la boca

es mejor que usarla para comer pan.

 

He aquí que su insolencia indica aceptación, como el rey que habla con contundencia y en

secreto se muestra benevolente.

 

El agraz es ácido al paladar,

espera dos o tres días y dulce se pondrá.

 

Dicho esto regresó adonde él impartía justicia y se encontró con varios nobles justos que,

besando el suelo en su presencia, le dijeron: «Con tu licencia, queremos decirte unas

palabras, aunque con ellas se falte a las buenas maneras, pues han dicho los ilustres:

 

No es lícito hablar de lo que a uno se le antoje,

pues es grave yerro criticar a los nobles.

 

»Sin embargo, debido a las mercedes recibidas de nuestro señor por tus servidores, si éstos

ven algo inconveniente y no lo dicen podría ser considerado un género de alevosía. Así

pues, sería propio que dejaras de merodear en torno al muchacho y refrenaras tu deseo,

que el rango de cadí es elevado y no lo debes mancillar con un pecado obsceno; he aquí

que tus amigos te han dicho lo que tenían que decirte.

 

A uno que ha hecho cosas dignas de condena,

¿qué le importa la reputación ajena?

Que a muchos buenos nombres de cincuenta años

con una sola falta a su fama han hecho daño».

 

Y aunque un amor con reproches cesara,

oiría una calumnia dicha por los justos.

 

El cadí aprobó el consejo unánime de sus amigos, elogió su acierto para ver las cosas y dijo

que la opinión de sus queridos amigos sobre el asunto era atinada y que contra ella no

cabía argumento alguno; sin embargo:

 

Hazme cuanto tú quieras censura,

que a lo negro no puede quitársele negrura,

que por nada, de ti puedo olvidarme;

soy serpiente machacada, tengo que revolcarme.

 

Dicho esto, envió a unos a buscar al muchacho y gastó mucho dinero, como reza el dicho:

quien tiene oro en la balanza tiene fuerza en el brazo, y quien no tiene dinero, a nadie tiene

en el mundo entero.

 

El que ve oro la cabeza agacha, aunque le cueste tanto

como torcer el brazo férreo de la balanza.

 

Resumiendo, pudo tener una noche de intimidad de la cual se enteró la guardia. El cadí

estuvo toda la noche con el vino en la cabeza y su amante en el regazo; no dormía por

aquella bendición y ufano canturreaba:

 

Esta noche el gallo nos importunó con su cante,

pues los amantes con sus besos y abrazos no tienen bastante.

El pecho del amante y su cabello rizado

es como la bola de marfil por el bastón de polo rodeado.

Cuidado, que los ojos de la confusión no se cierren por el sueño,

te lamentarás el resto de tu vida si no te mantienes despierto.

Que hasta que no oigas al almuédano a la plegaria llamar

o escuches el repicar de tambores venir del palacio del atabak,

como los ojos del gallo, pegados tendrás los labios;

separarlos porque cante el gallo, no es de sabios.

 

Mientras el cadí se encontraba de esta guisa, vino uno de sus íntimos y le dijo: «¿Qué haces

sentado? Levántate y huye hasta donde alcancen tus pies, que los envidiosos te han

deshonrado aunque sin faltar a la verdad. Ahora que el fuego de esta disensión es débil,

veamos si podemos apagarlo con el agua de la artimaña, no sea que mañana se avive y

arda todo un mundo». El cadí le miró risueño y le dijo:

Cuando el león tiene en su presa hundidas las garras,

¿le importará acaso si los perros le ladran?

Vete y pega tu cara a la cara del amante,

y que el enemigo se escandalice y se aguante.

 

Aquella misma noche también se comunicó al rey lo que sucedía: «En tu reino ha ocurrido

tal cosa abominable, ¿qué ordenas?». Respondió el rey: «Considero a este hombre como

uno de los sabios de la época y único en nuestros días; quizás los adversarios se estén

poniendo en su contra. No acepto ni creo semejantes palabras a no ser que sea visto y

presenciado, ya que los sabios han dicho:

 

Quien blande la espada en un arrebato con ligera mano,

de arrepentimiento se morderá el dorso de la mano».

 

Oí que al amanecer el rey y varios de sus cortesanos entraron donde estaba el cadí; vieron

la vela en pie, al amante sentado, el vino derramado, la copa rota y al cadí ajeno a la

presencia del rey debido a su borrachera. El rey le despertó suavemente diciéndole que ya

había salido el sol. El cadí, al percatarse de la situación preguntó: «¿Por qué parte ha

salido?». Respondió: «Por oriente». Dijo: «Gracias a Dios que las puertas del

arrepentimiento siguen abiertas, pues dice el hadiz que las puertas del arrepentimiento no

  

se cerrarán ante los siervos a no ser que el sol salga por occidente. Le pido perdón a Dios y

me arrepiento ante él».

 

Dos cosas me incitaron a pecar:

mi poco seso y mi hado adverso.

Si me apresas lo merezco,

mas mejor que vengarse es perdonar.

 

Dijo el rey: «No sirve de nada arrepentirse cuando eres consciente de que te van a quitar la

vida. No os servirá vuestra fe cuando vieron nuestro castigo.

 

¿De qué sirve robar y luego arrepentirse,

cuando no puede echarse al palacio un lazo?

Que no coja la fruta al alto dile,

que no alcanza la rama de por sí el bajo.

 

»Por el grave pecado que has cometido, no tienes ninguna escapatoria». Dicho esto, los

verdugos se le echaron encima, pero él dijo: «Hay una cosa que aún no he dicho al rey».

Este le oyó y le preguntó: «¿Qué cosa?» Respondió:

 

Por este tu disgusto que me muestras

no creas que retiraré la mano de tu manto,

que aunque quiera, no me libraré de mi pecado,

mas puedo tener esperanzas de clemencia.

 

Dijo el rey: «Son ingeniosas tus ocurrencias y maravillosos tus enunciados; sin embargo, es

contrario tanto a la razón como a la jurisprudencia que tu sabiduría y locuacidad te libren

de las garras de mi castigo. Lo propio es que te arroje desde lo alto del castillo a fin de dar

una lección a los demás». Respondió: «Oh señor del mundo, yo he crecido al abrigo de las

dádivas de esta dinastía, y no soy yo el único que comete este género de pecado. Arroja a

otro para que así yo aprenda la lección». El rey se echó a reír, le perdonó la falta y dijo a

quienes deseaban su muerte:

 

Que cada cual acarree su culpa y su pena,

y no vayáis mirando la falta ajena.

 

Fuente: Sa’dí Shirazí, Golestán (La rosaleda), Editorial El Cobre, España

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