Doctrina pueril

Autor: Lourdes Rensoli Laliga

Hace siete siglos un caballero, tan perfecto que su Libro de la orden de caballería se convirtió en modelo epocal, en paradigma del perfecto caballero, abandonó la vida aventurera y galante por la sabiduría y el servicio a Dios. Lleno de amor y de fe, compuso muchas obras como la que presta su título a estas páginas, que comienza diciendo: "Hijo, sabe que artículos (de fe) son creer y amar cosas verdaderas y maravillosas".1

Esta frase podría servir como resumen de su vida y obra. En la Historia de los tres sabios y el gentil, el propio Ramón Llull llamaba a la unidad de las tres religiones del Libro. Resulta maravilloso que en pleno siglo XIII, mientras las Cruzadas, la Reconquista, la intolerancia contra los judíos dividían a los creyentes en un mismo Dios y los enfrentaban a muerte en demasiados casos —lo cual por desdicha no ha dejado de ocurrir—, el sabio mallorquín dirigiera su atención a un problema eterno: un pagano, que desconoce a Dios, sufre, se pregunta por el sentido de la vida, lo embargan una tristeza y un escepticismo existenciales de los que sólo tres amigos entrañables, cada uno de una religión del Libro, podrán sacarlo hablándole del Dios único y eterno, del modo como cada uno lo conoce, sin afán proselitista, guiados sólo por el amor al prójimo. Y esta simplicidad para reconocer lo verdaderamente importante en el mundo, para amar por encima de las diferencias y polémicas, para exhortar a buscar lo puro y simple, es la esencia de la "doctrina pueril", educativa, para niños. Pues los ojos del niño pueden penetrar los corazones, ver con el alma. Es también la esencia de la hermosa obra de Antoine de Saint-Exupéry, El principito.

En una Europa tan desgarrada como la que tocó vivir a Lulio, pero además en total crisis de valores y de fe, Saint-Exupéry buscó un sentido diferente de la vida, capaz de devolver la esperanza, y lo expresó en prosa poética, no por menosprecio de la noble ciencia filosófica, sino porque, cuando el dolor es demasiado grande, cuando la angustia no da tregua, hay que emplear el lenguaje suave y sugerente que consuela, la emoción evidente que encubre el misterio, hay que apelar a la voz del amor, que es siempre inocente. Boecio y Pascal, filósofos, supieron hacerlo. Saint-Exupéry, poeta, lo hizo en su inolvidable narración. Ni él ni Lulio subestimaron las dotes del niño para creer y amar. Es lamentable que la evolución de muchas lenguas haya privado al calificativo pueril de su carga de encanto, para revestirlo de cierto matiz peyorativo. En su acepción original sólo designaba aquello relacionado con el niño y tituló la maravillosa enciclopedia luliana para uso infantil, donde las más complejas cuestiones se exponían con sencillez y ternura. "Doctrina pueril" no era entonces equivalente a "doctrina trivial" o inmadura, sino aún no contaminada por el mundo. Tal es El principito.

Podría pensarse, en una valoración superficial o tendenciosa, propia de los "adultos" —el reyezuelo, el bebedor, el negociante, incluyendo a quienes lo son a su pesar—, que este libro realiza una apología de la infancia, de una utópica simplicidad buena en todo caso para momentos difíciles. Dos siglos distanciaban a Saint-Exupéry de su compatriota Rousseau y su Emilio, dos siglos durante los cuales la humanidad había sufrido un deterioro moral lo suficientemente grande como para recordar el alerta de Rousseau. La lengua castellana ofrece ejemplos de similares intenciones siglos antes en los Castigos e documentos del rey don Sancho. La cultura islámica medieval, amplia y rica, tan influyente en la española, cuenta con brillantísimas muestras como la historia de Hayy, narrada por Ibn Tufaíl, quien, más de un siglo antes de Lulio, vertió en El filósofo autodidacto2 la doctrina acerca de la luz natural. Este nuevo Moisés fue salvado de las aguas por la misma Providencia que llamaría en su ayuda al incierto autor de Amadís de Gaula, de modo similar a Kabir en la India del siglo XV. Según algunos Hayy había nacido de los amores secretos de una princesa. Según otros de cierta fermentación causada por los agentes naturales en arcilla animada por el soplo divino, repitiendo en menor escala la historia de la Creación. También sin padres existe el principito. Su pequeño asteroide, compartido con flores y peligrosos baobabs, guarda un gran parecido con la islita de Ibn Tufaíl. La fantasía de la isla desierta donde existen maravillas desconocidas de la "civilización" se ha replegado en nuestros días al espacio extraterrestre a medida que los progresos de la ciencia, de la técnica y el arrojo humano han despejado las incógnitas de la geografía terrestre y casi eliminado la posibilidad de revivir en ella el mito del lugar fantástico, fascinante y remoto.

Con ayuda de su luz natural, Hayy aprendió las verdades simples y las complejas. Como el principito, llega a saberlo casi todo en su islita excepto el modo de vivir y de pensar de los hombres, que tendrá que experimentar con pesar. Y un principio supremo del saber los une: la convicción de que "lo esencial es invisible". Esa lección última da el principito al aviador, del que va a separarse para regresar a su asteroide. Por su parte, Hayy descubre lo que "ningún ojo ha visto, lo que ninguna oreja ha oído, lo que jamás se ha presentado al corazón de un mortal".(3 )En total similitud con Saint-Exupéry, Ibn Tufaíl dice: "Escucha ahora con los oídos de tu corazón y fíjate con los ojos de tu inteligencia en lo que te voy a indicar, pues tal vez encontrarás en ello una guía para el camino real. La única condición que te pongo es que no me pidas por ahora una explicación de viva voz, porque el camino es estrecho y resulta peligroso el explicar por medio de palabras una cosa inefable por su naturaleza".(4)

Ambos libros tienen un profundo sentido religioso, explícito en el caso de Ibn Tufaíl, no tanto en el de Saint-Exupéry. En un hermoso estudio,(5) E. Drewermann ha resaltado este punto en dos sentidos: lo que denomina "sabiduría del desierto" y la ineludible necesidad de comunicar en lo posible la vivencia mística,(6 )que inevitablemente trae aparejada la decepción a causa de la incomprensión humana. Drewermann se refiere al primero de este modo: "los hombres del desierto saben que están completamente en manos de las fuerzas de la naturaleza, como si el paisaje mismo quisiera enseñarles la postura de la sumisión a Dios, la postura del Islam". (7) Llama la atención que, con tan fuerte conciencia del fenómeno, no haya planteado en su libro las similitudes entre Hayy y el principito. Ni uno ni otro se han retirado voluntariamente al desierto con el fin de buscar a Dios, pero la Providencia los ha situado en lugares similares al "desierto", donde jamás han llegado los hombres y la naturaleza será la única compañera y maestra.

Debemos precavernos de incurrir en el grave error señalado por Saint-Exupéry: no creer a la gente a causa de su ropa. Esto puede ocurrir a unos con Ibn Tufaíl, a otros con el propio Saint-Exupéry. Antes que el intrépido aviador francés y el cortesano mallorquín tornado en místico, el árabe español había escrito una utopía de incalculable valor. Muy similar al invisible interlocutor de Lulio y a Hayy es el principito: su buen sentido no es la lógica común, sino esa instintiva tendencia del niño y del hombre no corrompido —y por tanto, siempre niño— a querer saberlo todo, pero a aceptar y cultivar sólo aquello que encierre algo de maravilloso. Esa tendencia que se denominó, a falta de un término más preciso, con el muy claro de "luz natural". Saint-Exupéry quiso mostrar un compendio de lo más puro y valioso que en el ser humano existe, al igual que Ibn Tufaíl, porque Hayy, por la pureza de su alma y la bondad de sus actos, conservará siempre la ingenuidad infantil. Y tanto Hayy como el principito viajarán hasta los hombres en misión profética para comunicarles su verdad. Quedarán decepcionados. El dolor que ello trajo aparejado, sirvió a ambos para adquirir conciencia de sí mismos, de su lugar en el mundo y no sólo en el "desierto", del deber para con los demás y los límites de tal deber. Como Hayy, el principito necesitó la confrontación con alguien proveniente de otro estrato, portador de un saber diferente, pero dispuesto a entender, a dialogar y reconocer en él una parte de sí mismo. Pero seres así no pueden vivir indefinidamente en el mundo. Su nivel es otro: el de la contemplación, la fantasía y el amor. Desde esa dimensión, velan por que a la vida cotidiana no falten estos dones, que en forma de lluvia fecundante descienden a la tierra, se mezclan con ella y la hacen estallar en forma de frutos y colores. Es posible que se califique de platónica esta interpretación. En ese caso, sugiero tener en cuenta que Platón fue también un gran poeta, y que advirtió del carácter aproximativo, desdibujado que las esencias y valores adquieren al plasmarse en el mundo de lo sensorial.

Tanto Hayy como el principito tendrán que enfrentar un duro aprendizaje que culmina en un tipo peculiar de muerte para retornar a sus regiones originarias, tras sentirse sacudidos por el dolor y la añoranza. Ambos tendrán que "domesticar" a alguien. El principito no sólo domestica a la zorra, a petición de ella misma, sino también al aviador caído en el desierto, cuya vida se transforma. Hayy lo hará con Asal, llegado por azar a la isla; gana su confianza poco a poco y llega a experimentar la suprema alegría de reconocerlo como un semejante, capaz de sentir y pensar como él, también de percibir la verdad y la trascendencia, aprende su lenguaje y concibe por él el inigualable afecto brotado del reconocimiento. Juntos irán a predicar a los hombres y juntos retornarán a la isla. Pese a las pequeñas diferencias, en ambos casos se trata de lo mismo: lo que Buber llama la palabra básica Yo-tú, el ser viviente, cálido y real que se nos da en el Encuentro. Se trata del arma más poderosa contra la enajenación, esa que muchos llegan a creer insuperable. Ambos retornan a su punto originario, pero el mensaje de Hayy, como el del principito, ayudarán a ser mejores a quienes lo escucharon.

No siempre el desconocimiento supone ignorancia. La segunda indica la ausencia de saber. El primero, el saber incompleto o limitado en la medida en que jamás llega a ser absoluto. Quizás la confusión entre ambos y la asociación metafísica entre las formas del pensamiento humano y sus manifestaciones más antiguas, ha hecho pensar a algunos filósofos de corte racionalista en la desaparición del mito y de la conciencia mitológica con el mundo antiguo, o en un carácter por fuerza negativo de éstos. Pero el mito forma parte de la vida: la idealización de la persona amada, que el enamorado realiza hasta convertirla —y no sólo en sus ensueños— en un ser absolutamente singular, constituye uno de los ejemplos más bellos y cercanos, al cual podrían seguir muchos otros. No siempre implica oscurantismo, confusión o enajenación, lo cual sí ocurre en casos como el del viejo mito del "self-made man" en las sociedades competitivas, o el del héroe irreal del realismo socialista que deviene inhumano. Las mitologías en torno a civilizaciones extraterrestres muchas veces han sido usadas con fines propagandísticos o distorsionadores de la realidad, pero también en forma constructiva y con el más amplio sentido humanista, como el ET de Spielberg.

El principito y Hayy son seres míticos, y como tales, también apuntan a la dimensión lúdica de la vida. Peter Brueghel el Viejo pintó en 1560 un extraño y fascinante cuadro titulado Juegos de niños. El tema del Ludus Puerorum fue abundantemente tratado en la antigüedad y en la Edad Media. En el oriente está en la base de las doctrinas más diversas: el universo como resultante del juego del Yin y el Yang, o de Shiva y su Shakti. El cuadro de Brueghel en especial refleja la seriedad del juego, la vida humana y sus actividades como juego, e incluso el aspecto enigmático y terrible de lo lúdico. Pero el principito, que asume la vida como juego, al modo caracterizado por Schiller, sólo elige los juegos capaces de facilitar la comprensión entre los hombres: la piedad se manifiesta al jugar con el rey; la lástima con el vanidoso; la gratitud con la zorra. Algunos, como el hombre de negocios, le proponen juegos que no entiende. Otros no quieren jugar, perdida su dimensión humana, como el farolero, y toman del deber sólo su aspecto penoso, sin amor. Hayy por su parte descubre jugando el universo, y la seriedad del mundo de los "adultos" le llega a través del escepticismo y la indiferencia de los hombres ante la vida mística que predica. Hay también juegos trágicos: la serpiente propone uno al principito, que llega a ser la vía de retorno al asteroide, un cambio de dimensión, algo suavemente triste que sólo para nosotros entraña dolor y pérdida. Para Hayy, el regreso a su isla está precedido por la misma tristeza y decepción del principito. Ambos reconocen que en su punto de partida han dejado algo insustituible, único en el mundo: la rosa para uno; la isla-eremitorio para el otro.

En ambos casos el juego deviene representación de la vida, recorrido por sus estratos y sectores. El teatro universal muestra, en el caso de Hayy, con el didactismo propio de la literatura y el pensamiento medievales, el contraste entre el mundo de los hombres, sujeto a las pasiones, los intereses y la indolencia, y la naturaleza, ordenada según las leyes divinas. El principito se encuentra también entre la naturaleza y el mundo humano. Su ingenuidad proviene de la fidelidad a su propia esencia. Si Hayy ayuda a Asal a completar su conocimiento de la vía mística, el principito ayuda al aviador a curar las heridas producidas por el mundo, que provoca la traición a la propia naturaleza. Pero si se "reconocen" es porque, como Asal, el aviador es un hombre en alguna medida ya "despierto". Pues según la antigua sentencia de los alquimistas, sólo puede hacerse oro donde hay oro previamente. Ninguno de los demás hombres que el principito halla a lo largo de su recorrido se transforma por el encuentro. Todos piensan en utilizarlo para proseguir su vida enajenada o lo ignoran, o le piden que no moleste.

Una sorpresa similar a la que Hayy recibe entre los hombres la recibe el principito al encontrarse con las rosas, todas idénticas. Están en un jardín, en medio de un camino, "y todos los caminos van hacia parajes habitados por los hombres".8

Hayy descubre que ni su isla ni él son únicos mediante la luz natural, pero al conocer a Asal concibe la esperanza de que los demás hombres sean al menos como él. No es así, pues se conforman con verdades formales, con medias tintas que no los impelen a renunciar a placeres mediocres.

Las rosas del jardín, evidente alegoría mística que nos recuerda la extraordinaria obra de Sa'adi, no constituyen átomos de sabiduría que se van sumando, sino que todas juntas terminan dando una lección al pequeño buscador: el carácter excepcional de cualquiera de ellas proviene de su capacidad de integrarse —tomemos los términos de Martin Buber— a la palabra básica Yo-tú. La zorra sirve como maestra de tal lección.

Si Hayy comprende, tras abandonar la soledad de su isla, que ésta era el mejor lugar del mundo porque allí todo propiciaba sin trabas la búsqueda de Dios y su contemplación, el principito arriba a una conclusión semejante. Ambos desconocían otras posibilidades y creían únicos sus tesoros simplemente por ignorar que había otros similares. El comprobar lo contrario los desconcierta, les hace sufrir y al cabo, culmina en ambos el proceso de aprendizaje. Por contraste y más que nada por la inefable sabiduría que en los dos reside e inunda todos sus actos y vivencias, comprenden que la singularidad de la isla de uno y de la rosa del otro consiste en algo más especial y misterioso: en la viva presencia de lo trascendente, reconocible en la relación mutua establecida. Pues el micromundo de Hayy es el escenario del nexo con Dios, como el asteroide lo es del nexo con la rosa. Hayy no ha ido a la Meca: no la conoce. El místico que ha crecido y quizás nacido en la isla deshabitada ha sido bendecido por Dios sin peregrinar físicamente. No podría hacerlo pues nadie le ha enseñado, con el Corán, los deberes y las normas prescritos a los musulmanes ni llega a saberlos sino por boca de Asal.

Pero el místico sabe que, más allá de reglas y santuarios, existe la omnipresencia de Dios y que alcanzar la teofanía supone encontrarlo, o más bien, reconocerlo en todas partes. Hayy es el peregrino místico, cuya alma ha realizado el viaje alegórico por todos los estratos del universo hacia Dios. Es un bendito, un privilegiado con el inmenso don de la contemplación inducida por la luz natural. Su viaje se produce sólo para encontrar a los hombres y comunicarles su saber, como ocurre con el principito, que completa su aprendizaje también entre los hombres.

En La república, Platón narra en el mito de la caverna este viaje del espíritu que alcanza la contemplación de lo trascendente. No pretende desvalorizar el mundo sensorial, sino advertir que, frente a la contemplación de lo absoluto, lo contingente resulta inferior. Pero la revalorización del mundo empírico a la luz de lo esencial-invisible, permite verlo con nuevos "ojos", como portador de algo superior y maravilloso que lo dota de un sentido ascensional. Y la unidad entre ciencia y virtud que sustenta Platón lo conduce a exigir el retorno a la caverna a quien haya alcanzado la suprema visión. Pues queda para siempre comprometido con el resto de los hombres. Debe revelarles su saber cueste lo que cueste. Esta alegoría se aplica a Hayy y al principito. Cada uno ha salido de la "caverna" representada por la sujeción a lo inmediato. Cada uno revela, con sus propias palabras, el supremo secreto, que resume todo saber: lo esencial es invisible. Y cada uno sufre la incomprensión e indiferencia humanas. El peregrinar espiritual en busca de lo invisible se paga en el mundo de los hombres con la soledad o con un sufrimiento a veces insoportable, brotados de la paradoja que supone entregar un tesoro que no se aprecia. Pero no se borrará del todo la impronta dejada por el contemplativo, aunque su mensaje no se asimile por completo. Alguna voz le escuchará, alguna vida quedará marcada por sus palabras y actos. El mundo ya nunca volverá a ser el mismo.

Tanto Ibn-Tufaíl como Saint-Exupéry, inscritos en la tradición platónica, anuncian lo que Lulio resumía así: "Amable hijo, cae el hombre en grave duda y en error cuando se esfuerza en imaginar las cosas espirituales e intelectuales".9 Cada grado de la belleza ocupa su lugar en la escala universal. La isla donde vive Hayy es bella, como la rosa del principito. Pero lo son gracias a la Inefable Presencia que, desde el alma de ambos y desde la esencia de los seres contemplados, inunda todo con Su Luz, que es a la vez Belleza y Verdad. Sa'adi lo resumía de este modo: para apreciar la belleza de Layla hay que tener los ojos de Majnún.

Notas

   . R. Lulio: Doctrina pueril, cap. 1, aforismo 1. Las citas se han tomado de la edición preparada por Gret Schib (Barcelona, 1972), p. 40. Regresar.

   . En realidad el título fue: Epístola de Hayy Ibn Yáqzar acerca de los secretos de la filosofía iluminativa. El que ha llegado hasta nosotros (en Occidente), fue puesto por Edward Pococke, en la edición latina de 1671. Para mayor información, pueden consultarse, entre otros, los prefacios a las ediciones de la obra de Espasa-Calpe argentina, Buenos Aires, 1954 y de Trotta, Madrid, 1995; E. J. Brill's: First encyclopedia of Islam, 1913-1936, ed. by M. Th. Houtsma et al., Leiden-New York, 1987, Vol. III, pp. 424-425; M. Fakhry: A history of Islamic philosophy. New York-London, 1970, pp. 294-302; Sami S. Hawi: Islamics naturalism and misticism. A philosophic study of Ibn Tufayl's Hayy bin Yaqzan. Leiden, 1974; L. Rubio: "El filósofo autodidacto". En: Cuadernos salmantinos de filosofía, VIII, 1981, pp. 105-136. Regresar.

  . Se trata de un Hadith de Mohamed el Profeta citado por Ibn Tufaíl, en la edición de la obra preparada por A. González Palencia. Madrid, 1948, p. 164. Regresar.

  . Ibn Tufaíl, op. cit., ed. A. González Palencia, p. 165. Regresar.

  . Cfr.: E. Drewermann: Das Eigentliche ist unsichtbar. Hay edición española (Barcelona, 1994). Regresar.

 . Cfr. E. Drewermann: op. cit., ed. española, p. 132 ss. Regresar.   Ibíd., p. 152. Regresar.    A. de Saint-Exupéry: Le petit prince. Las citas proceden de la versión en español: El principito. México, 1985, p. 68. Regresar.

 . R. Lulio: op. cit., cap. 85, aforismo 8, ed. cit., p. 204. Regresar.

  

Fuente: Revista Hispanoamericana de Literatura, Madrid

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