El destino, el libre albedrío y el intento

El destino, el libre albedrío y el intento

Hay dos nociones en el camino espiritual que parecen enfrentadas hasta el punto de excluirse una a la otra. Esas dos nociones son el destino, tenido por voluntad de Dios por los creyentes, y el  libre albedrío.

    Intentaremos primero aclarar la noción de destino.

    En otro lugar ya hemos expuesto que lo que constituye la identidad de un individuo, su personalidad, es el paquete de deseos y temores que se formaron en las primeras etapas de la vida, fruto de los primeros éxitos y fracasos del niño en sus primeras relaciones con sus padres y con sus primeros cuidadores.

Esos primeros éxitos y fracasos se constituyeron en el criterio para seleccionar los recuerdos, para construir los proyectos, para interpretar y valorar las realidades y para orientar la actuación futura. Ese paquete de deseos y temores, como dos caras de unos mismos hechos, funcionan como un inflexible programa que se imprime en el individuo para el resto de su vida.

    En la época en que se reciben esos impactos programadores, se recibe también, a través de los mismos padres y de los maestros en la escuela, la educación, que es una socialización y un programa de vida y actuación.

El nuevo humano recibe en la escuela lo equivalente a una programación social, que se articula con el paquete de deseos y temores que funciona como programación individual.

    El niño recibe así una doble programación, una social y otra individual. Esas estructuras se convierten en patrones de todo su pensar, sentir y actuar futuro, de sus recuerdos y de sus proyectos.

    El programa social depende de los avatares de la cultura y de la situación del infante en el seno de esa sociedad y esa cultura.

    El paquete de deseos y temores, que constituyen su patrón individual procede del influjo del padre y de la madre.

El programa personal de la madre, procede, también, de su padre y de su madre. A su vez, el programa de los abuelos procederá del de sus respectivos padres y así sucesivamente hasta perderse en la lejanía, de generación en generación. Lo mismo puede decirse del programa personal del padre, que dependerá de sus padres, y los de éstos de sus respectivos padres, hasta hundirse otra vez en la lejanía de una larga cadena de generaciones.

    Estas breves consideraciones hacen patente que lo que constituye el núcleo de la identidad y personalidad de un individuo es el resultado de uniones de deseos y temores conjuntados al azar. Podría haber tenido ese padre y esa madre, con sus respectivas cargas de deseos, temores y expectativas, u otros. El caso concreto de cada individuo es un fruto azaroso.

    En lo que constituyen los patrones de comprensión, valoración y acción del individuo, tanto en su aspecto social como personal, el individuo no ha tenido ni arte ni parte, es un resultado.

    Cuando el individuo actúa, regido por estos patrones, cuando recuerda y proyecta sus acciones y su vida toda, reafirma esos patrones y podría decirse que los personaliza y verifica.

   

Cada individuo es el resultado de una multitud de causas, entre las que se cuentan, el cosmos entero, las galaxias y las estrellas, la historia de la vida, la historia de la humanidad, la historia de la comunidad en que nace y la de las generaciones de las que es hijo. Esos son los actores de sus acciones.

Aunque, para poder funcionar como viviente, como cuadro de necesidades que precisa satisfacerse en un medio, tenga que interpretarse como un individuo, diferente de los otros individuos de su familia y de su sociedad, y como un sujeto frente a un mundo de objetos con los que satisfará sus necesidades, no es ni un individuo ni un sujeto.

    Éste es el destino de cada persona; incluso las acciones que consideran más personales están orientadas y regidas por ese destino heredado y reafirmado. En ese destino ¿dónde queda el libre albedrío?

 

    El mensaje de los maestros del espíritu afirma que tenemos la posibilidad de escapar de ese destino inflexible; que podemos acceder a un conocimiento y sentir y a una actuación libre de los patrones que nos configuran y que están al servicio de la necesidad del viviente individual y simbiótico que no puede sobrevivir sino es en el seno de una colectividad.

    Dicen los maestros del espíritu, que ese destino, que es como una prisión de la que parece imposible escapar, que se tiene como la voluntad de Dios, es, también, sólo Su manifestación. De forma que Él es la única realidad de todo eso y es, también, el único actor.

    Conocer el mundo en que vivimos, a nosotros mismos y al destino, como manifestación de “el que es”, es la liberación.

  Pero ¿cómo hacer para conseguirlo? ¿Es puro don de “el que es”?

    Sólo Él es el actor, pero se requiere, dicen los maestros, que “lo que parece ser”, cada uno de nosotros, haga, una vez y otra, el “intento” sincero de escapar al destino.

Lo que podemos hacer, sólo tiene la categoría de “intento”, porque todo lo que hagamos, pensemos y sintamos, procurando escapar del destino, sólo lo reafirma.

    Sin embargo, en el seno del intento repetido, intenso y sincero por escapar, acaece el don de la libertad. Ese don no es fruto de nuestras acciones y pensamientos, porque todos ellos, siempre, parten del ego y vuelven a él.

La liberación es irrupción y don. Irrupción desde fuera de los barrotes entre los que los humanos nos encerramos, y regalo del único actor.

  Los mensajes de los maestros proceden desde fuera de la prisión del destino. Sus palabras despiertan nuestros intentos que, aunque proceden del ego, tienen su fuente desde más allá de él.

    El destino es Su manifestación. El intento es Él buscándose a sí mismo.

    En el seno del destino el sujeto conoce el mundo. Desde el intento, Dios se conoce a sí mismo.

    En el seno del destino parece que somos libres, pero hay una rígida predeterminación. Con el intento apunta la libertad, hasta que llega al culmen con la realización.

    Sólo el conocimiento y el sentir, fruto del intento, resuelven el nudo gordiano que forman la noción de destino y la de libertad. El conocimiento es la espada que corta ese nudo gordiano.

    Para quien conoce, no hay ni destino ni libre albedrío, sólo hay “el que es”, el Único, la manifestación.

   El conocimiento conduce a la perla que reside en el corazón, a la fuente del propio ser. Ese es el actor. Un actor que no es un actor, porque  ¿quién o qué hay fuera de Él?

El intento parece que brota del ego, pero su raíz está en la Joya.

    La joya es el espíritu del hombre y el espíritu carece de forma.  Entre el que, en lo profundo de su ser carece de forma y “el que carece de forma”, no hay frontera posible. Ahí aflora la raíz; ahí está el verdadero actor, “el que es”, la eficacia del intento.

    El conocimiento muestra que el destino no es lo que parece ser; ni el libre albedrío es lo que parece ser, ni tampoco es lo que parece ser el intento. Lo que hay es el Único y la manifestación del Único. Fuera de eso no hay nada.

    Si sólo hay el Único y la manifestación del Único. El Único se puede conocer a sí mismo en su manifestación, porque nuestros ojos son sus ojos, nuestros oídos sus oídos, nuestra mente su mente, nuestro sentir su sentir y nuestras acciones sus acciones.

 

Fuente: CANTOS DE ETERNIDAD: la sabiduría de Rûmî en el Mathnawî, Marià Corbí, Bubok Publishing S.L .Barcelona

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