La historia de la abubilla y Salomón, mostrando que cuando acontece el destino, los ojos claros quedan sellados

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Cuando se montó el pabellón de Salomón, las aves fueron a rendirle pleitesía. Se encontraron con que hablaba su lengua y los conocía; uno por uno, con el alma anhelante, pasaron ante él. Todos, habiendo dejado de gorjear, se pusieron a hablar con más claridad que tu propio hermano. Conversar con el propio idioma es un parentesco y una afinidad: el hombre que está con aquellos a los que no puede confiarse se encuentra encadenado. Muchos indios y turcos hablan el mismo idioma y muchos turcos son extraños entre sí. Por ello es muy distinta la lengua del entendimiento mutuo: es mejor tener el mismo corazón que el mismo idioma. Sin lenguaje ni signos surgen cien mil intérpretes en el corazón.

Cada uno de los pájaros revelaba sus secretos de habilidad y conocimiento a Salomón y se alababan con una petición, no por orgullo ni engreimiento, sino para poder tener acceso a él. Cuando un cautivo quiere que un señor lo compre, le ofrece un resumen de su talento, pero cuando no desea ser vendido, se muestra enfermo, incapaz, sordo y cojo.

Le llegó el turno a la abubilla de explicar sus habilidades y pensamientos. «Oh rey», dijo, «no declararé más que un talento, que es inferior; es mejor ser breve». «Cuenta», dijo Salomón, «oigamos de qué se trata». La abubilla dijo: «Cuando estoy en el cénit, miro desde allí con el ojo de la certeza y veo el agua en el fondo de la Tierra, y sé dónde está y qué profundidad tiene; de qué color es y si mana de la arcilla o de la roca. Oh Salomón, por el bien de la acampada de tus ejércitos, lleva a esta sabia contigo en tus expediciones». Entonces Salomón dijo: «¡Oh buena compañera en los vastos desiertos sin agua!».

 

Título original: Mathnawi, Traducción: Carmen Liaño

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