La historia de Zāl y Rudabeh (I)

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La historia de Zāl y Rudabeh (I)

Rostam es, sin duda, el personaje más famoso dentro del Šāh-nāmeh de Ferdowsī, y sus hazañas y aventuras todavía hoy provocan mareas de tinta. No obstante, hicieron falta unos padres para concebir tamaño guerrero, y esa es precisamente la historia que hoy hemos querido compartir. El relato de cómo los padres de Rostam se conocieron y se enamoraron. Porque, como cualquier otro relato épico, el Šāh-nāmeh es prolijo en tres cosas: las grandes tragedias, las grandes aventuras y los grandes romances. Y como el amor es una de las grandes fuerzas que mueve el mundo, hoy os presentamos, a nuestro juicio, uno de los más bellos y más poderosos de la literatura persa medieval.

Zāl, el Príncipe Blanco, es hijo de Sām y había sido criado por Simurgh, la emperatriz de los Cielos. Después de regresar junto a su padre y ser nombrado príncipe, parte en un viaje para visitar las provincias orientales, llegando hasta Kabul, donde reinaba Mehrab, descendiente del rey demonio Zahhak. Con el campamento instalado a las puertas de Kabul, Zāl organiza un banquete para presentar sus respetos al soberano, de quien nos cuenta Ferdowsī que era «alto y elegante como un ciprés, su rostro era fresco como el aire de primavera, y sus andares orgullosos como los de un faisán. Su corazón era sabio, su mente era prudente; sus hombros eran los de un guerrero, y su juicio el de un sacerdote» [1]. Zāl queda muy impresionado con la figura de Mehrab, y es en esta fiesta donde uno de sus cortesanos le habla de Rudabeh, la bellísima hija del monarca.

De Rudabeh, Ferdowsī nos describe a una princesa persa por excelencia. Es decir, que en este poema todas las bellezas femeninas tienen más o menos los mismos atributos (del mismo modo que los reyes y otros personajes importantes masculinos destacan con las mismas características). Rudabeh era una mujer de tez blanca como la luna y cabellos negros muy largos, perfumados con almizcle; encantadora como el sol, sus pestañas eran como alas negras de cuervo protegiendo sus ojos, que eran brillantes como dos narcisos, y sus cejas estaban perfectamente curvadas como un arco en reposo. «Ella es el paraíso, ataviada de esplendor, gloriosa, grácil, elegantemente esbelta» [2].

En la mente y el corazón de Zāl se quedan grabadas esas palabras, tan profundamente que esa noche no puede conciliar el sueño, porque es incapaz de dejar de imaginarse a la belleza que le han descrito. Cuando a la mañana siguiente lo visita de nuevo Mehrab, el príncipe albino quiere mostrar su respeto concediendo cualquier deseo que el monarca pueda concebir. Lo que éste le responde es que le gustaría que Zāl acudiese a su palacio y se quedase en él, como invitado personal de su familia. No obstante, tanto el príncipe como el gobernador saben que esto es imposible; la familia de Mehrab y la de Zāl no comparten la misma fe, sino que Mehrab y su corte «adoran ídolos» [3], mientras que el príncipe albino cree en un solo dios.

(Nota: recordad que para cuando Ferdowsī escribió el Šāh-nāmeh estaban en el poder los Ghaznavíes, que junto a los Buyíes fueron las primeras dinastías en establecer el islam como religión oficial. Para saber más, haced click aquí.)

Con la tensión dejada en el ambiente, porque a pesar de recibirlo en el campamento los soldados de Zāl no ven con buenos ojos que un rey pagano y además descendiente del Rey Demonio, se relacione con su príncipe. Además, el soberano superior a todos, a los que tanto Mehrab como Zāl y Sām están subordinados, Manuchehr, no aprobaría este acercamiento y este traspase de las barreras de la hospitalidad. Que Mehrab visite el campamento del Príncipe Blanco es aceptable, ya que de esta manera lo está reconociendo como superior, pero que la acción se desarrollase al revés sería inaceptable dentro del pensamiento cortesano persa.

De manera que Mehrab regresa a casa y acude al pabellón de las mujeres donde encuentra a sus dos soles: Sindokht, su esposa y reina, y Rudabeh, su bellísima hija. Aquí Ferdowsī repite la descripción anterior, remarcando varios rasgos importantes de la princesa: lo esbelto de su cuerpo, lo negro de su cabello y la curvatura de sus cejas (para el canon estético persa, las cejas eran muy importantes). Entonces Sindokht le pregunta a su marido acerca de Zāl, ya que toda Kabul está intrigada con el que llaman Caballero de Zabol; primero, porque todo su pelo es blanco como el de un anciano, y segundo porque es bien sabido que fue rechazado por su padre y criado por la maravillosa Simurgh. ¿Se trata entonces de un príncipe, de un hombre, o de un animal? ¿Y su albinismo? ¿Es peligroso? ¿No se trata de un monstruo de pelo blanco? La descripción que Mehrab hace de Zāl despeja las dudas de ambas mujeres.

El rey cuenta que no hay otro jinete como Zāl, y que sus mejillas son rojizas, lo que es signo de buena salud. Habla de su vitalidad y su juventud, de su fuerza y de su coraje guerrero, que es fiero en la batalla y noble en el perdón. Literalmente, dice que esparce oro cuando está en la corte, y cabezas en el campo de batalla. A pesar de todo, para el soberano el único de sus defectos es el color de su cabello, blanco, aunque añade que uno termina por olvidarlo después de pasar un rato ante su maravillosa presencia. Del mismo modo que pasaba con Rudabeh, aquí Zāl es descrito con lo que se podrían considerar las características estándar del príncipe persa perfecto. Ferdowsī lo personaliza con esa mención final al rasgo por excelencia del personaje: su albinismo, que es considerado como un defecto (el color del pelo negro, como veíamos con Rudabeh, era el favorito).

¿Qué sucede entonces? Exactamente lo mismo que antes, pero al revés. Rudabeh se queda encandilada con la descripción que su padre hace de Zāl, y más tarde le confiesa a sus cinco criadas turcas que se ha enamorado del Príncipe Blanco. Al principio estas sirvientas se horrorizan. ¡Zāl es albino! Los únicos seres en el universo del Šāh-nāmeh que tienen el pelo blanco son los divs, los demonios, criaturas extremadamente peligrosas. Además, ese príncipe tan raro fue criado por un pájaro, no por seres humanos, y creció sin un padre y sin una madre. ¿Qué se puede esperar de alguien así? La reacción de Rudabeh es, desde luego, inesperada. Desoye las protestas de sus criadas y defiende tanto a Zāl como el amor que siente por él, remarcando que nada de lo que nadie diga sobre el príncipe va a hacer que ella cambie sus sentimientos por él.

En ese momento las criadas se olvidan de sus preocupaciones y deciden hacer todo lo que puedan por ayudar a su señora. De modo que, con la excusa de recoger unas flores, salen del castillo y van hasta el límite del campamento, junto a un río, donde justamente esa mañana Zāl había salido a cazar. Aquí se describe una demostración de dos cosas igualmente importantes para un príncipe persa: la fuerza y la destreza con el arco (el poema cuenta que Zāl alcanza a uno de los patos justo en la cabeza y en pleno vuelo, lo que no es cosa fácil). Y como en todos los grandes romances entre aristócratas, es la conversación entre los criados la que consigue que Zāl se entere de que Rudabeh también está enamorada de él, y finalmente las criadas y el príncipe albino acuerdan una reunión secreta para esa noche.

De todos los diálogos (que no tenemos tiempo para reproducir, ya que este artículo se convertiría prácticamente en una traducción de nuestra edición del Šāh-nāmeh) se extraen muchos detalles interesantes, pequeños matices descriptivos. Por ejemplo, las criadas dicen que Zāl tiene los ojos negros y el pelo rizado, y que su blancura es precisamente lo que lo hace hermoso y diferente. También se incluyen muchos detalles de la vida cotidiana en la corte  de las mujeres: cómo se perfuman, cómo se visten, con qué tipo de joyas se adornan.

Aquí viene la escena más famosa de toda la historia de Zāl y Rudabeh: el encuentro. Zāl se cuela en el palacio ayudado por una de las criadas de la princesa, y ella se sube al tejado de una de las torres de su pabellón para verlo llegar. Después de un intercambio de palabras que son un derroche de amor, pasión y poesía, Zāl pregunta cómo va a subir hasta donde está Rudabeh. Y ella, como respuesta, se suelta el pelo para que su larguísima melena negra pueda ayudar al príncipe albino a trepar. Él, entre maravillado y sorprendido, acaricia el pelo de la princesa y le dice que no llegará nunca el día en que él le haga daño de ninguna manera. Si a Zāl le faltaba algo para morirse de amor por Rudabeh, el poema nos describe que es justamente el tacto de su pelo lo que hace que el príncipe termine de caer a los pies de la princesa. Tomando una cuerda, el joven albino sube hasta el tejado, donde por fin se reúne con su amada Rudabeh.

La escena a continuación es, al menos desde nuestro punto de vista, bastante bella. Ferdowsī nos cuenta que al principio los dos amantes se quedan cogidos de las manos y en silencio, solo contemplándose, y que poco a poco Zāl se va maravillando no solo de Rudabeh, sino de todo cuanto la rodea: sus vestidos, sus joyas y, por supuesto, sus características físicas anteriormente mencionadas (el color del pelo, la altura, su rostro, sus ojos…). Después, el poeta describe, con su gran capacidad de crear atmósfera, cómo Zāl y Rudabeh beben juntos, se besan, se acarician y se abrazan. Sin embargo, algo viene a empañar la apoteosis del momento, y es que Zāl sabe que lo que están haciendo no está destinado a perdurar, ya que ni su rey Manuchehr, ni su padre Sām, ni el propio padre de Rudabeh van a aprobar esta unión. No obstante, y debido quizá a la euforia, el príncipe albino le jura fidelidad y amor eterno a la princesa, que le responde de igual manera, terminando con unas breves, pero bellas palabras.

Ferdowsī escribe que después de esto ambos príncipes vuelven a beber juntos, a besarse y, por supuesto, a acostarse juntos. No obstante, y como los finales agridulces son los favoritos de este gran poeta, terminamos aquí esta primera parte, traduciendo los versos que Dick Davis incluye. Para saber qué pasó después, tendréis que esperar un poco más.

«Entonces poco a poco el deseo

ganó fuerza, y el juicio huyó ante el fuego del amor;

la pasión los sumergió en su mar y estos amantes yacieron,

unidos y entrelazados hasta el alba.

Tan fuertemente se abrazaron, antes de marcharse Zāl,

que Zāl era la trama y Rudabeh la urdimbre

de una misma tela, y con lágrimas se despidieron,

maldiciendo al sol por haber salido esa mañana.

Y Zāl descendió de las almenas

y regresó a las tiendas de su ejército.» [4]

 

Bibliografía

Davis, D. (trad.): The Shahnameh: The Persian Book of Kings. Londres, Penguin Books Classics, 2007.

Hibbard, M. (ed.), Sadri, A. (trad. y adap.): Shahnameh. The Epic of the Persian Kings. Ferdowsi. Nueva York, The Quantuck Lane Press, 2013.

 

[1] Davis, D. op, cit., p. 70. Traducción realizada por la autora.

[2] Ibid., p. 71.

[3] Ibid., p. 73.

[4] Ibid., p. 79.

 

Fuente: Las plumas de Simurgh, 14 febrero, 2015

www.islamoriente.com

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