Las babuchas de Abu Kasem (Segunda Parte)

Las babuchas de Abu Kasem (Segunda Parte)

Autor: Heinrich Zimmer

 A partir de una serie de casualidades, se teje un destino. Cada esfuerzo que la víctima hace para poner fin a su dificultad sólo sirve para agrandar la bola de nieve, hasta que se hincha en una avalancha que sepulta todo bajo su peso. Un burlón perverso embarulla las babuchas, probablemente sin ninguna mejor razón que la de deleitarse con los aprietos del avaro. El azar las vuelve a traer otra vez al pie de la casa desde la cual se las había arrojado al río. El azar las lanza en el medio de las preciosas redomas. El azar llama la atención de un vecino sobre la actividad del avaro en el jardín. El azar hace que el remolino las introduzca en el arcaduz. El azar hace subir al perro al balcón de la casa colindante, y arroja una de las babuchas sobre la cabeza de la mujer embarazada que en ese preciso momento pasaba. ¿Pero qué es lo que hace que estos accidentes sean tan fatales? Mujeres embarazadas deambulan siempre por la calle, los perros ajenos siempre gustan de arrebatar cosas de otras personas, el agua corre continuamente por los arcaduces, y una que otra vez los arcaduces se taponan. Los chanclos de goma se calzan equivocadamente y los paraguas se intercambian; cosas como éstas se producen todos los días sin que resulte ninguna historia significativa de semejantes inofensivos sucesos. El aire está repleto de esas minúsculas partículas del polvillo del hado; forman la atmósfera de la vida y de todos sus sucesos. Los que se combinaron para la calamidad de Abú Kasem eran sólo un puñado entre millares.

 Con las babuchas de Abú Kasem nos adentramos en una de las cuestiones de mayor trascendencia relacionadas con la vida y el destino humano, que la India miró, enfrentó directamente cuando formuló concepciones tales como la de Karma y Maya. Todo aquello que un ser humano pone en contacto directo consigo, tomándolo de la masa de átomos remolineantes de las posibilidades, se funde en un mismo patrón con su propio ser. En la medida en que alguien admite que una cosa le concierne, le concierne efectivamente, y si está relacionada con sus finalidades y deseos más profundos, sus temores y la nebulosa urdimbre de sus sueños, puede convertirse en una parte importante de su destino. Y, finalmente, si alguien siente que lo hiere en las raíces de su vida, eso mismo constituye su punto de vulnerabilidad. Pero, por otra parte y en el mismo acto, en la medida en que alguien puede cortar las ataduras de las propias pasiones e ideas y de ese modo liberarse de sí mismo, esa persona queda libre de todas las cosas que parecen ser accidentales. Algunas veces son demasiado significativas y otras veces tienen un tinte demasiado intenso de designio pertinente como para merecer el socorrido nombre de "accidente". Son la trama del destino. Y sería una encumbrada, serena, libertad verse dispensados de la compulsión natural a elegir entre ellos: elegir, entre los remolinantes átomos de la mera posibilidad, algo que pueda vincularse con uno como un posible destino, y hasta golpear acaso en la raíz del propio ser. Hay dos mundos especulares, y el ser humano se encuentra entre ellos: el mundo externo y el mundo interno. Son como dos hemisferios de Magdeburgo, de entre los cuales se ha sacado el aire con una bomba neumática y cuyos bordes se adhieren mediante la succión, de manera que "ni todos las caballos del Rey" los pueden separar. * Lo que los une externamente - inclinación, repulsión, interés intelectual - es el reflejo de una tensión interna, de la que no nos percatamos fácilmente porque nosotros estamos dentro de nosotros mismos, querámoslo o no.

 Abú Kasem actuó con sus babuchas con la misma inflexibilidad y obstinación que en sus negocios y fortuna. Está tan aferrado a su pobreza como a sus riquezas. Aquéllas son la máscara que encubre por entero su prosperidad, su otra cara. Lo más significativo es que tiene que dar en persona todos los pasos necesarios para librarse de ellas; no puede dejar nada a cargo de sus sirvientes. Es decir, no puede separarse de ellas; son un fetiche, empapado de su posesión demoníaca. Han absorbido toda la pasión de su vida, y esa pasión es el objeto secreto del que no se puede liberar. Aun cuando se empeña en destruirlas, está apasionadamente ligado a ellas. Hay algo de crime passionnel en el gozo feroz que le causa estar a solas con ellas cuando perpetra su ejecución.

 Y la pasión es mutua: ése es el punto importante del cuento. Esas babuchas traviesas son como dos perros a los que el amo suelta para que se marchen, pero, tras toda una vida de compañerismo con él, vuelven una y otra vez. Los expulsa para que se alejen de él, pero ellos se independizan sólo para encontrar nuevamente el camino que los lleva de regreso al amo. Y su misma fidelidad se transforma en una especie de malicia inocente. Su desdeñada devoción se venga de la pérfida tentativa de Abú Kasem por divorciarse de ellas, guardianes fieles de su pasión dominante. Desde cualquier parte que se los mire, esos objetos inanimados tienen un papel viviente que desempeñar. Gradualmente, y sin que nos percatemos, se cargan con nuestras tensiones, hasta que finalmente se vuelven magnéticos y configuran campos de influencia que os atraen y retienen allí.

 La realización vital de un hombre, su personalidad social, la máscara "bien ceñida" a sus rasgos que protege su carácter interno: eso es el calzado de Abú Kasem. Son la urdimbre de la personalidad consciente de su poseedor. Más, son los impulsos tangibles de su inconsciente, la suma total de aquellos deseos y logros con los cuales se ostenta ante sí mismo y ante el mundo, y mediante los cuales se ha convertido en un personaje social. Son la suma vital por la que ha luchado. Si no tuvieran un significado secreto de esta índole, ¿por qué son tan abigarradas, tan peculiarmente identificables? ; ¿por qué se hicieron proverbiales y se convirtieron en dos amigos tan antiguos y confiables? De la misma manera como representan para el mundo la personalidad íntegra de Abú Kasem

y su tacañería, también representan inconscientemente para él mismo su máxima y más conscientemente cultivada virtud, su avaricia de mercader. Y todo ello le hizo avanzar mucho en su camino, pero retiene sobre él más poder del que supone. No se trata tanto de que Abú Kasem posea la virtud (o el vicio) como de que el vicio (o la virtud) lo posea a él. Se ha convertido" en una motivación soberana de su ser, que lo mantiene bajo su hechizo. Súbitamente, su calzado comienza a jugarle malas pasadas, malignamente, según cree. ¿Pero no es más bien él quien se las juega a sí mismo? La mortificación de Abú Kasem es la consecuencia natural de estar obligado a arrastrar consigo algo que se negó a abandonar en el momento oportuno, una máscara, una idea respecto de sí mismo de la que hubiera debido desprenderse. Es uno de aquellos que no quieren dejarse junto con el flujo del tiempo, sino que se aferran a su propio interior y atesoran el yo que ellos mismos construyeron. Tiemblan ante el pensamiento de las muertes consecutivas, periódicas, que se abren, umbral tras umbral, a  medida que uno atraviesa los aposentos de la vida y que constituyen el secreto de la vida. Se agarran con avidez a lo que son, a lo que fueron. Y, por último, la personalidad desgastada, que hubieran debido mudar como el plumaje anual de un pájaro, se les adhiere de tal manera que no pueden desprenderse de ella, aunque se les haya convertido en algo exasperante. Sus oídos estuvieron sordos cuando sonó la hora, y eso fue hace mucho tiempo.

 En algunas culturas existen fórmulas sacramentales para desnudarse del viejo Adán, iniciaciones que exigen y causan una desintegración completa del molde existente que ha hechizado y oprimido a quien lo lleva. Se le impone una vestimenta enteramente nueva, que lo somete al conjuro de una nueva magia y le abre sendas nuevas. La India, por ejemplo, tiene, al menos como fórmula ideal, las cuatro edades sagradas o etapas de la vida: la del estudiante o neófito, la del padre de familia, la del ermitaño y la del peregrino; cada una de ellas con su vestimenta característica, medios de vida y sistemas de derechos y deberes. El neófito, de muchacho o de joven, vive en castidad, sigue sumisamente las enseñanzas de su maestro y mendiga su pan. Luego, promovido sacramentalmente a su propio hogar, el hombre toma mujer y se consagra al deber de traer hijos al mundo; trabaja, gana dinero, gobierna su casa y suministra a los que de él dependen alimento y techo. Luego, se retira al bosque, vive de alimentos silvestres, deja de trabajar, no tiene lazos ni deberes domésticos y dirige toda su atención al propio interior, mientras que anteriormente su deber había sido dar de sí para bien de la familia, la aldea y el gremio. Por último, como peregrino, abandona-la ermita del bosque, mendiga su pan como en los días de su juventud, pero ahora impartiendo la sabiduría, en tanto que otrora la recibía. Nada que haya tenido, sea compañía humana o posesiones mundanales, permanece con él. Todo se ha ido de sus manos, como si tan sólo le hubiera sido prestado por un tiempo.

 Las civilizaciones como la de la India, fundadas sobre una piedra angular de magia, ayudan a sus hijos a pasar por estas transformaciones necesarias, que los hombres encuentran tan difíciles de cumplir desde adentro. Lo hacen mediante sacramentos fuera de toda disputa. El otorgamiento de vestimentas especiales, utensilios, sortijas de sello y coronas recrea efectivamente al individuo. Los cambios de alimentación y la reorganización del ceremonial externo de la vida hacen posibles algunas cosas nuevas, ciertas acciones y sentimientos, y vedan otros. Son muy semejantes a las órdenes impartidas a un sujeto en trance hipnótico. El inconsciente no encuentra ya en el mundo externo el objeto ante el cual reaccionó durante tanto tiempo, sino algo distinto; y eso suscita en él nuevas respuestas, con lo cual se libera de los esquemas endurecidos del pasado.

 En esto reside el gran valor de las zonas mágicas de la vida para la guía del alma. Como los poderes espirituales están simbolizados como dioses o demonios, o como imágenes y sitios sagrados, el individuo es puesto en relación con ellos mediante los procedimientos de la investidura, y luego mantenido en contacto con ellos mediante nuevas prácticas habituales del rito. Un sistema sacramental perfecto, exento de toda tacha como éste, constituye un mundo especular, que capta todos los rayos emitidos hacia arriba desde las profundidades del inconsciente y que los presenta como una realidad externa susceptible de manipulación. Los dos hemisferios, el interno y el externo, encajan entonces perfectamente entre sí. Y cualquier cambio de escenografía que se considere en la esfera especular tangible y sacramental ocasiona, casi automáticamente, un desplazamiento correspondiente en el campo y punto de vista interior.

 La ganancia que el rechazo de este condicionamiento mágico ha traído al hombre moderno - nuestra exorcización de todos los demonios y dioses para expulsarlos del mundo y el incremento consiguiente en nuestro poder, racionalmente dirigido, sobre las fuerzas materiales de la tierra - se pagó con la pérdida de este control especular sobre las fuerzas del alma. El hombre de hoy está impotente ante la magia de su propia psique invisible. Lo arrastra hacia donde ella quiere. Y, de las muchas posibilidades de acontecimientos, conjura perversamente para él el espejismo de una realidad externa diabólica, sin dotarlo de ninguna contra-magia ni real comprensión del hechizo que lo ha embaucado. Estamos estorbados desde ambos lados por soluciones insuficientes a las grandes cuestiones de la vida. El resultado es una tierra de nadie de sufrimiento físico y espiritual, provocado por lo insoluble en muchas formas. Esto, para los ojos de quien no se identifica afectivamente, puede parecer hasta divertido y, en la esfera del arte, es lo que genera la comedia, obras de la especie de nuestra presente comedia de Abú Kasem.

 Los cuentos de hadas y los mitos por lo general tienen un final feliz: el héroe da muerte al dragón, libera a la doncella, doma el caballo alado y gana el arma mágica. Pero en la  vida esos héroes son raros. Las conversaciones diarias en el bazar; los chismes de la plaza del marcado y los tribunales nos relatan una historia diferente: en lugar del raro milagro del éxito se da la comedia común del fracaso; en lugar de Perseo que conquista la Medusa y salva a Andrómeda del monstruo marítimo, tenemos a Abú Kasem que viene caminando con sus miserables babuchas. Abú Kasem es, ciertamente, el tipo más frecuente en el mundo cotidiano. En él hay mucho más de tragicomedia que de ópera mitológica. Y las habladurías que rodearon a Abú Kasem durante toda su vida y lo hicieron inmortal como figura cómica constituyen la mitología de lo cotidiano. La anécdota, como producto terminado del chisme, se corresponde con el mito, aunque nunca llegue a excelsas alturas. Muestra la Comedia del nudo gordiano, que sólo la espada del héroe mítico puede tajar.

 Por consiguiente ¡cambiemos nuestro calzado! ¡Ojalá fuera tan sencillo! Por desgracia, el viejo calzado, mimado y remendado amorosamente durante toda una vida, retorna siempre – eso es lo que el cuento nos enseña – con obstinación y persistencia, aun que nos hemos resuelto a deshacernos de él. Y aun cuando tomemos las alas de la mañana y volemos hasta las partes más recónditas del mar, allí estará con nosotros. Los elementos no lo reciben, el mar lo expulsa escupiéndolo, la tierra rehúsa recibirlos, y antes que el fuego pueda destruirlos, vienen por el aire para completar nuestra ruina. ¿Qué razón puede tener cualquiera de los elementos del mundo para agobiarse con los demonios consumados de nuestro yo, tan sólo porque nosotros nos hemos tornado inseguros en su presencia?

 ¿Quién liberará a Abú Kasem de sí mismo? El camino por el cual buscó la liberación era obviamente inadecuado: uno no se libera de su amado yo arrojándolo sencillamente por la ventana cuando comienza a hacerle jugarretas. Finalmente, Abú Kasem conjuro al juez para que por lo menos no lo responsabilizase de cualquier diablura próxima que pudieran hacer sus babuchas. Pero el juez se limitó a reírse de él. ¿Y no se reirá también de nosotros nuestro juez? Sólo nosotros somos responsables de este inocente proceso, que dura toda la vida, de construir nuestro propio yo. Involuntaria y amorosamente, hemos armado con parches los zapatos que nos llevan a lo largo de la vida; y estaremos sometidos, al final, a su compulsión incontrolable.

 Algo de esto lo conocemos por haber observado cómo actúa en otros la compulsión incontrolable, por ejemplo, cuando leemos sus gestos intencionales. Es una fuerza que se manifiesta alrededor de nosotros: los grafismos de cada cual, las equivocaciones, los sueños y las imágenes inconscientes. Y tiene más control sobre una persona del que ésta se percata o desearía que alguien crea, infinitamente más que su voluntad consciente. Sus instintos ingobernables son los caballos demoníacos enjaezados a la carreta de nuestra vida, de la cual el yo consciente es sólo el auriga. Por eso, no le queda, como al Egmont de Goethe, sino "sostener firmemente las riendas y dirigir las ruedas con justeza ora a la izquierda, ora a la derecha, evitando aquí una piedra y allí un precipicio.”

 Nuestro destino se decanta en nuestras vidas a través de nuestros innumerables pequeños movimientos, las acciones y omisiones escasamente conscientes de nuestra vida cotidiana; luego, por medio de nuestras elecciones y rechazos, se condensa gradualmente, hasta que la solución está pronta para cristalizar. Una pequeña redoma, finalmente, es suficiente, y lo que se estuvo largamente formando como un líquido nebuloso, algo indefinido, que no hacía sino permanecer disponible, se precipita bajo la forma de un destino, transparente y rígido como un cristal. En el caso de Abú Kasem, la jovialidad que le sobrevino tras su afortunada transacción comercial, un vértigo por el maravilloso doble golpe mediante el cual había adquirido las redomas de cristal y el óleo de rosas, fue lo que elevó la opinión que tenía de sí mismo y puso en movimiento el volante de su hado. Sintió que las cosas debían seguir aconteciendo de la misma manera, con pequeños presentes de la fortuna, pequeñas ganancias placenteras, cuales su vida parsimoniosa e industriosa le habían merecido. "¡Mira, otra más! ¡Caramba, Abú Kasem, perro afortunado, esas babuchas lujosas, recién estrenadas, en lugar de las viejas! Quizá provienen de las manos de ese amigo criticón, que ya no soportaba verte andar por ahí con esos pingajos."

 La avaricia de Abú Kasem, engreída por obra de su buena suerte momentánea, recalcitró un poco. Habría sido un insulto para su sentimiento de triunfo, y habría disipado su altivez resignarse a la idea de meter realmente la mano en el bolsillo para comprarse un nuevo par de babuchas. Hubiera podido encontrar sus viejas babuchas en el vestuario, de la misma manera como los esclavos del juez las hallaron, con sólo que se hubiera molestado en huronear un poco, guiándose por la suposición de que alguien había tratado de tomarle el pelo. En vez de ello, se halagó a sí mismo tomando las babuchas nuevas, un poco aturdido y cegado por los hermosos objetos; porque satisfacían realmente sus impulsos inconscientes insospechados. Fue un acto infantil de dulce olvido de sí mismo, una falta momentánea de autocontrol; pero mediante ese acto se dio expresión a algo que durante largo tiempo había sido descuidado. Algo que, en silencio, se había ido convirtiendo en abrumadoramente poderoso, tuvo por fin ocasión para hacer su juego, y la partícula que desencadena la avalancha se puso en movimiento.

 Esa misma red con la cual Abú Kasem había pescado sus sospechosas ganancias en el bazar la enredó ahora en torno de sí, un tejido neto formado con las hebras de su propia avaricia. Y de esa manera se encontró en una situación embarazosa, atrapado en la trampa de sí mismo. Lo que durante un tiempo venía armándose en su interior, una tensión en lento crecimiento, amenazadora, se había descargado impredeciblemente en el mundo exterior y lo había puesto entre las garras de la ley, donde ahora quedaba abandonado para debatirse impotente en una maraña de humillación pública, chantaje de los vecinos y problemas con las autoridades. La propia conducta de Abú Kasem, su codiciosa prosperidad y su ávido atesoramiento de sí mismo hacía mucho tiempo que venían aguzando los dientes de esta maquinaria y montándolos en su lugar debido.

 En el cuento se relata cómo el juez no pudo negar a Abú Kasem la merced que pedía, lo que significa que no seguiría siendo obsedido por sus terribles babuchas. La luz de su nuevo día, dicho con otras palabras, había comenzado a rayar. Pero esa luz no podía surgir, en última instancia, de ninguna otra parte que no fuera el profundo cráter de su propio interior, que hasta entonces había estado empañando su visión con sus turbias destilaciones. Nemo contra diabolum nisi deus ipse [nadie contra el diablo sino el mismo dios]. El misterioso yo, entretejido desde tanto tiempo antes, que había tramado tan penosamente en torno suyo hasta formar su mundo: el juez, los vecinos, los pescadores, los elementos (porque éstos tomaban parte en el juego de su yo secretamente amado), las inmundas babuchas y su riqueza, venían emitiéndole señal tras señal. ¿Qué más podía pedir a su esfera especular externa? Le había hablado a su manera, golpe tras golpe. Pero la emancipación final, ahora, tenía que venir de él mismo, desde adentro. ¿Pero cómo?

 Strindberg concibió este camino de retorno, en su período de inferno. Descubrió en Swedenborg el concepto del castigo que la persona se cuelga del cuello, tras haberlo hecho surgir de su propio inconsciente, y sabía por experiencia cuan siniestramente pueden los objetos inanimados jugar sus malas pasadas: artículos extraños, casas y calles indiferentes, instituciones y todos los desechos de la vida cotidiana.

 Anciano, muy cansado, Strindberg escribió un cuento de hadas basado en la vieja leyenda de las babuchas de Abú Kasem ("Abú Kasems Toffler", Samlade Skrifter, Estocolmo, Del. 51, 1919). Pero su versión no cumple lo que el título promete. Se han cambiado muchos puntos esenciales, y se han colado de contrabando muchas cosas no esenciales. Las andrajosas babuchas de Abú Kasem no son la obra de su vida de él, sino que tan sólo se las da el califa para poner a prueba su avaricia. En alguno de sus escritos anteriores, en cambio, había tratado más exitosamente la cuestión del destino autogenerado, el teatro de la vida, construido por ella misma, que luego cobra vida y comienza a jugar con nosotros, porque sus bambalinas y su utilería son expresiones de nuestro ser interior. Lo había presentado como una fase de su propio viaje al infierno en A Damasco (1898), donde mostró cómo nuestro mundo material es producido a partir de la materia de nuestras compulsiones involuntarias, tanto las compulsiones demoníacas como las silenciosamente favorables.En tales momentos es cuando la sugerencia que nos hace un sueño puede ser útil, o si no una vislumbre de conciencia como respuesta a un oráculo de algún cuento de vigencia atemporal. Porque el mago escondido que proyecta tanto el yo como su mundo especular puede hacer más que ninguna fuerza exterior para destejer de noche la trama hilada durante el día. Puede susurrar: "Cambia tu calzado". Y entonces lo único que tenemos que hacer es mirar y ver con qué han sido hechas nuestras babuchas.

Fuente: Heinrich Zimmer, “ El Rey y su Cadáver, Cuentos psicológicos sobre la conquista del mal”, Ediciones Miramar

Fundación Cultural Oriente

www.islamoriente.com

Tipo de texto: 
Share/Save