La ética de la demanda y la ética del legado confiado (1)

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La ética de la demanda y la ética del legado confiado (1)

Sâlih se encuentra, pues, en la vivienda familiar. Tras largos meses en compañía de sus padres espirituales, el sabio que fue su guía y el shaykh que le confirió la iniciación y le dio su Nombre, se encuentra ahora solo. Está completamente desconsolado. Las lágrimas y la aflicción que le aqueja hacen que la familia y los vecinos se sientan conmovidos en presencia de una pena tan desgarradora. Pasa un día y una noche. Luego, el padre, el shaykh al-Bokhtorî, hace su entrada. Todo hace presagiar el desencadenamiento de la tormenta.

  —El shaykh al-Bokhtorî: ¡Hijo mío! ¿Es así cómo los hijos recompensan a sus padres? Yo te había conocido como el mejor de los hijos que pudiera tener un padre. Jamás he desaprobado tu manera de ser ni he desautorizado tu manera de pensar, sino hasta la llegada de aquel extranjero (gharîb). Tú lo preferiste a mí. Te marchaste con él obedeciendo sus órdenes, abandonando el camino de tus padres. Si algo hay de verdadero en ese hombre que yo no haya conocido, tú me has traicionado y eres culpable respecto a mí, puesto que me has ocultado esa verdad. Y si ese hombre estaba en el error, entonces eres culpable hacia ti mismo, culpable de la perdición de tu alma. Y lo que te ocurre a ti, me ocurre a mí mismo.

Se advertirá la utilización de la palabra «extranjero» para designar al dâ'î ismailí. Éste es el término característico, habitual también en otras gnosis, para designar al gnóstico, al alógeno, aquel que es extranjero en este mundo. Piénsese aquí también en el Relato del exilio occidental de Sohravardî. La palabra aparecerá de nuevo en diversas ocasiones, siendo siempre el dâ'î ismailí el extranjero.

Para apaciguar la ira paterna, Sâlih responde con mucha dulzura y evoca los recuerdos de su infancia, la actitud de su padre en el curso de esos años que quedaron atrás. Luego, aceptando el dilema planteado por su padre, responde con otro no menos hábil. Los dos dilemas se cruzan entonces como si fueran espadas.

  —Sâlih: En cuanto a mi relación contigo, todo estriba en saber si hay salida para este dilema: o bien tú eres alguien que sabe ('âlim, un sabio) y me has prohibido el acceso a tu saber, y en tal caso no puedes censurarme haber buscado la salvación de mi alma junto a otra persona distinta a ti, o bien eres un ignorante; en este último caso, estás disculpado en mi corazón, pero tienes aún más necesidad que yo del extranjero, pues si me hubieras precedido acercándote a él antes que yo, serías mi hermano mayor; el momento de tu naci-miento sería anterior al mío, pues, según creo, tú pudiste escuchar el discurso del extran-jero, igual que lo hice yo.

Sâlih hace alusión a esa alteración en el orden de las relaciones naturales entre padre e hijo, que se deriva de la nueva relación determinada por el nacimiento espiritual; veremos cómo, más adelante, su propio padre lo afirma en términos emocionados. Por el momento, Sâlih ha apuntado bien; el shaykh está tocado y comprende —nos dice el narrador— que no tiene salida ante este dilema. Los ojos de al-Bokhtorî se llenan de lágrimas.

  —El shaykh al-Bokhtorî: ¡Oh, hijo mío! el argumento que en tu favor utilizas contra mí, también yo podría utilizarlo en mi favor contra ti (es decir, nada me has comunicado de lo que la enseñanza del extranjero te ha podido desvelar; si lo hubieras hecho, quizás yo mismo te habría seguido). Cuéntame, pues, en qué consiste. Si su enseñanza es verdadera, yo aceptaré al extranjero por respeto a mi propia alma. Pero si es falsa, lo aparteré de ti por respeto y deferencia hacia tu alma.

Comprendemos ya que la tempestad está definitivamente apaciguada. La partida parece ganada de antemano. El padre y el hijo mantienen largas conversaciones, los progresos son rápidos. Entonces Sâlih envía un mensaje al extranjero, al dâ'î que había sido su guía para decirle que todo marcha bien respecto a su padre y que sería el momento oportuno para que viniera a verle. Sâlih se convierte así en mediador entre uno y otro. Vemos confirmarse así lo fundado de las esperanzas que, como antes se nos dijo, los dos dignatarios ismailíes habían depositado en Sâlih.

Y esas esperanzas estaban tanto más fundadas cuanto que el paso de Sâlih y su padre a la religión esotérica no puede pasar, dada su posición social, en modo alguno inadvertido. Añade el autor que Dios debía «resucitar» posteriormente y por medio de ellos a numerosas criaturas. Por el momento, la alarma se extiende entre los notables de la localidad; no comprenden lo sucedido con el shaykh al-Bokhtorî y su hijo. Se reúnen con su mollâ para estudiar la situación. Las entrevistas con este mollâ van a ocupar toda una sección de la segunda parte del relato. Se nos informa

ahí de que el nombre de este eminente mollâ es 'Abd al-Jabbâr Abû Mâlik. Es un hombre de gran rectitud, reputado por la amplitud de su saber, la prudencia de su juicio, y a quien su competencia ha valido el sobrenombre de «Cubo de los sabios» (Ka'b al-ahbâr). Pronto comprobaremos que su principal mérito es quizá tener el alma de un buscador sincero y capacidad para comprender en qué consiste el espíritu de la Demanda.

Con la entrada en escena de Abû Mâlik, el lugar de los acontecimientos y los interlocutores cambian de nuevo. La acción se traslada en primer lugar a la casa de Abû Mâlik. A lo largo de las entrevistas que éste mantiene con el grupo de notables alarmados, lo vemos sacudiendo el dogmatismo ingenuo de los que habían ido a consultarle y despertando en ellos el verdadero espíritu de la Demanda, de modo que, finalmente, todos terminan por dirigirse a casa de Sâlih y su padre. El desenlace de los acontecimientos es ya previsible. Resumamos de nuevo a grandes trazos.

Algunos notables acuden pues a buscar a Abû Mâlik.

  —Ellos: Venimos a informarte de la llegada a nuestro país de un cierto extranjero (¡siempre esta palabra!). Este extranjero ha llamado a una doctrina o una religión (madhab) cuyo contenido ignoramos. Sâlih se ha convertido y ha arrastrado después a su padre, el shaykh al-Bokhtorî; los dos dicen ahora lo mismo que el extranjero; ambos llaman a la religión a la que aquel llamaba. ¿Qué será de la generosidad que siempre ha manifestado el shaykh al-Bokhtorî para con nuestra comunidad, si nuestro vínculo de fraternidad religiosa se rompe? Por otra parte, si están en la verdad, deberíamos seguirles, pero en nuestra igno-rancia somos incapaces de ello. Y si han caído en el error, habría que demostrárselo, mas para eso somos más incapaces todavía. A ti corresponde orientarnos en esta difícil situación.

Abû Mâlik intenta tranquilizarlos, pero ante tal actitud los notables se muestran desconfiados. Piensan que Abû Mâlik asume la defensa de los «heréticos».

  —Abû Mâlik: ¡No! No es a ellos a quienes defiendo, sino a vosotros mismos y también a mí, poniéndoos en guardia contra las palabras engañosas y contra la tentación de lapidar a los ausentes basándonos en lo que no comprendemos. (Notable detalle de composición: aquí el autor pone en labios de Abû Mâlik, a la manera de un tema musical esbozado antes de ser desarrollado, unas palabras que anuncian ya la intrépida conclusión que ocupará toda la parte final del diálogo). Si actuáramos así, seríamos semejantes a aquellos pueblos antiguos que tenían tal admiración por sus propias doctrinas y creían comprender tan íntegramente los designios divinos, que decretaron que después de los suyos Dios ya no enviaría a otros profetas. 

Lo que Abû Mâlik quiere inculcar mediante sus respuestas a sus interlocutores es el espíritu de búsqueda. Él es ya ismailí en potencia, como lo demuestra dando testimonio de ese «Espíritu de la Demanda» que se corresponde con el que animó en Occidente la Demanda del santo Graal. La Demanda del Graal recibe aquí el nombre de «Demanda del Imam», que es el «Libro que habla» (Qorân nâtiq, y sugerimos más adelante, para concluir, que quizás ése es justamente el sentido del «Libro del Graal»). El autor de nuestro relato iniciático maneja el diálogo de nues-tros interlocutores de tal modo que toda la entrevista se desarrolla según los cánones de la pedagogía ismailí, cuyos rasgos característicos ya hemos puesto de relieve: no oponer dialécti-camente un nuevo dogma a antiguos dogmas, sino proceder de forma hermenéutica; no recha-zar lo que está ahí, no destruir lo exotérico («no golpear en la cara», en el rostro, wajh-e Dîn, es el gran precepto), sino «llamar» a descubrir lo que está oculto, lo que permanece en el interior, de ahí los libros titulados Kashf al-mahjûb, «Develamiento de lo que está oculto». Pero es preci-samente este punto el que los interlocutores de Abû Mâlik tienen en principio más dificultad en comprender.

Abû Mâlik se ve pues en la obligación de demostrarles en primer lugar que han sustituido la inspiración divina por los dogmas de los doctores de la ley. Han puesto la confianza en los hombres en lugar de ponerla en Dios, y es precisamente el rechazo de esa situación lo que movió a Dios a enviar a los profetas. Por eso mismo los que les precedieron en tal actitud «mataron a los profetas de Dios. Ruego pues a Dios que os guarde de seguir a gentes ante-riormente caídas en el extravío». Pero los notables insisten en su certeza: están seguros de estar en la verdad. «No es así —les explica Abû Mâlik— como hay que proceder para la averiguación del sentido oculto de las cosas, del mismo modo que no es acusando a los demás de mentir como se encuentra forzosamente la dirección justa». Los notables se sienten un tanto desconcertados: ¿en qué puede consistir la búsqueda si no rechazan el error y no se aferran a la verdad? Abû Mâlik, con gran sabiduría, les responde: «Cuando habéis reconocido y aceptado la verdad, cuando habéis reconocido y denunciado la falsedad, no por eso formáis parte de los buscadores, pero os contáis entre los doctores de la ciencia de la profecía ('olamâ' bil'-nobow-wat), entre aquellos que guían y juzgan a los humanos por la Revelación divina». Los notables afirman contentarse con esto. Su interlocutor adopta entonces una actitud más provocativa.

  —Abû Mâlik: ¿No es suficiente, entonces, que el shaykh al-Bokhtorî y su hijo tengan un privilegio sobre vosotros para que aceptéis vuestra pobreza al lado de los buscadores?

  —Ellos: ¿Un privilegio? ¿Cuál?

  —Abû Mâlik: Ellos conocen lo que vosotros conocéis y algo más que vosotros no conocéis (es la perpetua ventaja del esoterista sobre el literalista). Si no lo buscáis junto a ellos, os provocarán para que se lo preguntéis. Si no les prestáis atención, os apremiarán a la lucha, de forma que tendrán sobre vosotros la triple ventaja de la prioridad, la búsqueda y la lucha.

Esta vez los notables se sienten estremecidos y piden a Abû Mâlik que les indique el camino que deberían tomar; escuchan entonces de sus labios estas palabras admirables en las que se expresa toda la ética de la búsqueda, en contra del dogmatismo tan satisfecho de sí mismo que ni siquiera percibe que «ha perdido la Palabra».

  —Abû Mâlik: Extrañarse de mi manera de ver sería obstinarse en la ceguera. Despreciar la búsqueda es un error. Por el contrario, ningún perjuicio puede derivarse de su actitud para los buscadores. Pero el que busca tiene necesidad de conocer las puertas (abwâb), a fin de buscar lo verdadero con perfecta conciencia de lo que es la búsqueda (ma'rifat al-talab). En efecto, aquel que busca lo Verdadero sin conocer las puertas de la búsqueda estará tanto más dispuesto a acusar a los otros del error, pues lo falso se manifiesta por la hipocre-sía y el acuerdo de las opiniones (el conformismo o el dogmatismo de grupo), mientras que la Verdad se manifiesta por la adversidad y el sufrimiento que se afronta y las pasiones que se desencadenan en contra de uno mismo. Por eso no renuncia a tener las pasiones de su lado y no persevera contra la adversidad y el sufrimieto sino aquel que está provisto de un corazón sano y fuerte y de una conciencia recta (qalb salîm).

  —Ellos: ¿Qué es entonces esa conciencia de la búsqueda y esa conciencia recta?

  —Abû Mâlik: En cuanto a la conciencia de la búsqueda, ésta implica en primer lugar que seáis conscientes de ser pobres. Quien está en la necesidad, busca remediarla, poniendo su miseria al servicio del objeto de su Demanda. En cuanto a la conciencia recta, es un corazón que no se obstina en acusar de falsedad todo lo que se presenta ante él, sea lo que fuere, de tal modo que permite que lo verdadero se manifieste y manifieste su excelencia.

Hay más. Al acusar de mentira (tardhîb), el dogmático se inflige una herida a sí mismo, pues el que denuncia jamás ha vivido en sí mismo lo que denuncia. La ética de la Demanda tiene como primer imperativo la percepción del límite del zâhir, de lo exotérico, como algo insoportable. Los notables dan entonces un gran paso; comprenden que la puerta de la búsqueda es antes que nada la humildad de la consagración al servicio del objeto de la Deman-da. Ahora bien, se preguntan inquietos: ¿esta humildad debe venir antes o después de que se haya comprendido? A esta pregunta ingenua Abû Mâlik responde que la humildad debe preceder a la manifestación (bayân) del objeto de su Demanda, puesto que sólo gracias a ella podrán comprender esa misma manifestación. Toda la ética ismailí culmina en la réplica de Abû Mâlik a los dubitativos notables.

  —Ellos: Y si el objeto de nuestra búsqueda se revelara vano y falso, si no coincidiera con lo que buscamos, ¿vana y falsa entonces habría sido también nuestra humildad?

  —Abû Mâlik: ¡De ningún modo! Pues de hecho es a Dios mismo a quien vuestra humildad se dirige. De ninguna manera quedaréis frustrados por vuestra Demanda, pues lo importante es que respetéis la ética que ella impone, y ahí está ya vuestra recompensa.

Llegados a este punto, el diálogo no tiene ya más que una salida. Abû Mâlik deberá conducir a sus interlocutores ante el shaykh al-Bokhtorî y su hijo Sâlih, a fin de ser instruidos por ellos en la verdad completa. Los notables se muestran de acuerdo. Abû Mâlik subraya el carácter solemne, único, de su decisión; deberán arrepentirse de sus faltas, liberarse de todas sus deudas, purificarse de toda mancha y revestirse con la más blanca túnica de la resolución, pues en verdad «nuestra salida en común —les dice— es un éxodo hacia Dios» (como el éxodo de Abraham, como el éxodo del personaje del Relato del exilio occidental de Sohravardî).

  —Ellos: ¡Está bien! Haremos lo que tu ordenas de aquí a tres días.

  —Abû Mâlik: ¡No!

  —Ellos: De aquí a dos días.

  —Abû Mâlik: ¡No! Hoy mismo. Si aceptáis, iremos juntos; de lo contrario, iré yo solo.

Los notables acatan la voluntad de Abû Mâlik y satisfacen sus prescripciones. El escenario de los hechos cambia por última vez; nos encontramos de nuevo en casa del shaykh al-Bokhtorî y su hijo, adonde se han dirigido conjuntamente Abû Mâlik y sus compañeros (allí mismo habrá un traslado de la acción a la habitación de Sâlih).

El comienzo de la entrevista es patético. Un quiproquo por parte del shaykh al-Bokhtorî, da pie, en primer lugar, a una evocación de los temas esenciales: el orden de parentesco espiritual determinado por el nacimiento iniciático invierte la relación de parentesco natural; la vida a la que ese parentesco hace nacer es una vida imperecedera. Conducido por Abû Mâlik, el pequeño grupo se presenta pues en casa del shaykh al-Bokhtorî. Se intercambian saludos y se disponen a la conversación.

  —Abû Mâlik: ¡Oh Abû Sâlih (padre de Sâlih)! ¿Cómo está tu hijo Sâlih? ¿Dónde se encuentra?

  —El shaykh al-Bokhtorî: En verdad, es Sâlih el que es ahora mi padre, y yo soy su hijo; Sâlih está con su Señor (el shaykh quiere decir que está meditando).

  —Abû Mâlik: (no entendiendo el sentido de estas últimas palabras) murmura piadosamente: «Somos de Dios y volvemos a Dios» (Qorán 2,151). ¿Acaso Sâlih ha muerto?

 

Henry Corbin, El hombre y su ángel, Editorial Trotta, Madrid

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