La amada nocturna de San Juan de la Cruz se pudo haber llamado Laylà (primera parte )

La amada nocturna de San Juan de la Cruz se pudo haber llamado Laylà (primera parte )

La poesía amorosa de San Juan de la Cruz nunca describe el aspecto exterior de la amada, ya que ello supondría un elemento de separación en una poesía que aspira, precisamente, a la fusión de identidades. El trance de amor transformante entre los amados constituye, así, la unión suprema con Dios. Estos rasgos están muy presentes en la tradición poética sufí, que rescata la figura femenina de una antigua leyenda beduina, Laylà, para describir la unión de los amantes. Laylà, que significa «noche», anticipa a la amada sanjuanística que busca a su amado en medio de las tinieblas. Así, la «noche oscura» de San Juan se aleja del neoplatonismo europeo, que rechaza el amor carnal, para continuar la tradición erótico-mística del sufismo, mucho más próximo en su concepto de unión amorosa como ascensión hacia el conocimiento absoluto.

         A Clara Janés, por su Ópalo de fuego. A Ahmad Taherí, bienvenido a la hispanidad

San Juan de la Cruz tiende un velo de misterio sobre las señas de identidad de sus protagonistas poéticas. No sólo les borra el rostro, sino también el nombre: cuando comienzan su urgente camino de amor –pensemos en el Cántico espiritual y en la Noche oscura del alma – estas amantes no nos entregan más distintivos ontológicos que su propia pasión amorosa, de elevadísima temperatura emocional. No sabemos si la dueña de aquella voz que gime « ¿Adónde te escondiste, Amado?», o de aquella otra que se desliza por la escala para la estremecedora cita nocturna, es una rubia de ojos claros al gusto renacentista o una morena de ojos de paloma, labios como hilo de carmesí y estilizada nariz que se recorta contra el Monte Líbano, como la Sulamita del Cantar de los Cantares. Jewish is beautiful, parecería firmar el antiguo poeta del epitalamio bíblico que tanto   pri vilegiara el Reformador como paradigma poético. Pero en el momento de pintar las facciones de sus ardientes hembras poéticas, San Juan da la espalda no sólo a Petrarca y Garcilaso, sino a su libro de cabecera, los Cantares salomónicos. Ignoramos igualmente si el nombre de estas féminas, tan intrépidas en amores, pudiera haber sido Elisa, Celia, Dorotea o Laura. (Y no añado a mi listado hipotético el apelativo de la desdeñosa Galatea» porque nada es más ajeno a estas mujeres enamoradas que la indiferencia afectiva de la célebre ninfa marítima asociada a la evanescente espuma del mar.) San Juan escamotea, pues, todo posible distintivo óntico que nos hubiese permitido hacernos una idea precisa de cómo son –y de quiénes son– sus álter egos femeninos. Nada más acertado. La corporeidad invisible de sus protagonistas conviene a su condición de emblemas del alma descorporeizada en trance de unión teopática. En otro lugar me he ocupado den las consecuencias de este enorme hallazgo poético: al borrar rostros y nombres, el poeta reescribe de manera inesperada sus fuentes literarias, tanto las neoplatónicas como las bíblicas, con consecuencias muy importantes para sus propósitos comunicativos: lo que quiere compartir es un trance suprarracional y supralingüístico vivido más allá de las coordenadas opresivas del espacio-tiempo. Imposible que insistiera en señas de identidad separadoras quien habla de la fusión de identidades en el trance del amor transformante. Hay, con todo, un nombre que conviene a la protagonista de la Noche oscura. Nuestra hembra incógnita se hubiese podido llamar Laylà. Incorpórea e intangible como su contrapartida, la protagonista del «Cántico», la emisora de los versos, emprende su huida rodeada de las tinieblas de la noche, y va a quedar paulatina, cuidadosamente identificada, a lo largo del poema, con la noche misma que ampara su «éxtasis» o salida espiritual de su yo interior. La noche es el símbolo del locus de la unión teopática en el poema de la Noche oscura, tan breve como prodigioso: a ello habremos de volver en detalle. Por el momento cabe recordar que el espacio simbólico de la transformación en uno con el «Amor que mueve el sol y las demás estrellas» corresponde siempre al yo interior, al ápice profundo del alma. El místico accede a conocerse a sí mismo de veras y descubre que su identidad es infinita porque comparte el prodigioso abismo de la naturaleza divina. In interiore hominis habitat veritas, aleccionaba desde antiguo San Agustín, y el Maestro Eckhart lo secundaba con aquella atrevida proposición: « ¿Para qué genuflexión, se está dentro de uno?».Enseguida veremos cómo en el poema de la Noche oscura, San Juan identifica el espacio sagrado de la scintilla del alma precisamente con la noche. Y, por consiguiente, con la hembra enamorada que sirve de metáfora al alma extática, que se irá convirtiendo frente a nuestro ojos en la noche iniciática de lo incognoscible, que obnubila la razón y los sentidos. La protagonista en fuga, paradójicamente tan sensual y tan proclive a las caricias, vendrá, pues, a ser, en un sentido muy profundo, la noche mística. La emisora de los versos no es, sin embargo, la primera mujer literaria que personifica tanto la experiencia del amor humano como la del amor divino bajo el disfraz metafórico de la noche. Ahí está Laylà, la amada de Machnún, símbolo del amor imposible en la tradición literaria preislámica, que los sufíes convirtieron en emblema del amor transformante en Dios. La reescritura mística de esta amada profana se sirvió precisamente de su nombre, enormemente sugestivo: es que Laylà significa en árabe layl o «noche». Veremos enseguida cómo la envolvente oquedad nocturna, que borra imágenes y bultos, es, en su total indeterminación, símil perfecto de una experiencia espiritual sin límites. Pero importa recordar que antes de constituir el emblema del locus del alma en unión mística, tra versión más prosaica sugiere que Laylà tenía otro pretendiente de rango social y económico superior, que se convierte en el favoLaylà también fue mujer. Sigamos sus huellas por los desiertos ardientes de la Arabia del siglo VII. La antigua historia beduina describe cómo Laylà y Qays, los «Romeo y Julieta» de la literatura islámica, se aman desde su tierna infancia. Una versión de la leyenda dice que los padres de la niña impiden los amores porque Qays celebraba a su enamorada en indiscretos versos febriles. Orito de sus padres. Cuando Qays pide la mano de Laylà, ésta le es denegada. El joven, desesperado, se retira entonces al desierto, donde le sirven de compañía tan sólo las fieras y los poemas despechan dos que su voz enloquecida echa sin cesar al viento. Aquí deja de ser Qays para convertirse en Machnún o «loco». Literalmente, en «enduendado», ya que la raíz trilítera árabe asocia el nombre de nuestro famoso protagonista con el yinn, «duende» que se mete por las venas y se apodera del ser, como el que solía visitar a Federico García Lorca en trance poético. Así que Qays pasa a ser «Machnún Laylà», es decir, el «enduendado, o enloquecido, de Laylà». «Melibeo soy», exclamaría Calisto siglos después en la célebre tragicomedia La Celestina, de Fernando Rojas. Advirtamos que el joven beduino pasa a asumir el nombre de su amada. Ha comenzado la transformación en uno de la pareja, insinuada por la usurpación del onomástico. Todo ello sería muy útil a los místicos del islam en su reelaboración de la historia de amor, tan desdichada como sugerente. Los padres de Laylà la obligan a contraer matrimonio con el pretendiente acaudalado, que en algunas versiones de la leyenda se llama Ward. Pero cuando al fin enviuda, acude al desierto en busca de su enloquecido amante, que aún la sigue reclamando con el manantial inagotable de sus versos. Pero –extraordinaria sorpresa– Machnún ya no quiere verla. Es que Laylà, transmutada en poesía y en idea inmaterial, habita en su corazón para siempre. Su presencia física ya no es necesaria, como habrían de saber los castos poetas del amor neoplatónico, que se tenían bien sabida la antigua lección de Lucrecio: la carne es separadora. Ya en el siglo Machnún sabía que tenía que rechazar el cuerpo de Laylà que venía en su busca: el «dulce peso rosa» que el enamoradísimo Pedro Salinas se vio a su vez precisado a traducir en poesía incorpórea para salvarlo del tiempo. Otro tanto intuyó aquel otro cantor de lo inefable que fue Juan Ramón Jiménez: «Ante mí estás, sí, / mas me olvido de ti / pensando en ti». El cuerpo se rinde a estas alturas porque sólo desmaterializados pueden los amantes fundirse en uno y entrar en la transparencia, en la fecundísima Nada ontológica que no es otra cosa que la totalidad plena del ser. Y que ya para Machnún fue la Noche,layl o Laylà de la razón y de los sentidos, a los que renunció por amor. En su Diván del ópalo de fuego, Clara Janés imagina las palabras del «enduendado»: «Apártate, amada, / no distraigas la imagen que de ti cobijo». La amada corpórea es, pues, un impedimento para la inextricable unión de amor que ha conseguido Machnún en su ensimismamiento psíquico, merced al cual ha asumido para siempre la imagen de Laylà en su proteico corazón enamorado. Ella, que ya no tiene por qué vivir, muere en el desierto. Y él exhala su último suspiro sobre su tumba: los cuerpos se rinden y se transmutan en ceniza, pero el amor vive para siempre en el interior de sus almas inmortales, que han devenido una merced a su perfecta transformación en el amor. Fueron muchos los poetas preislámicos que cantaron al amor obsesionado por una mujer intangible: al nombre legendario de Machnún habríaque añadir los de Yaml y Kuayyir, que celebraron en sus versos a sus amadas Buayna y Azza. Estas antiguas parejas de amantes, sobre cuya existencia real se tienen, sin embargo, serias reservas, encarnan el amor casto de renuncia física. Se dice que los más propensos a practicar este refinadísimo amor imposible eran los miembros de la tribu de los Bau Udra, y de ahí el apelativo udri para significar este amor puro, por oposición al amor carnal o ibahi. La fortuna de los versos del poeta beduino Machnún –a quien sin embargo Juan Vernet considera un «falsario del siglo VII »– ha sido inmensa. Debemos a Ibn Qutayba (m. 889) el recuento más temprano de la leyenda, que elabora en su Kitab al-shir wa l-shuara. Pero la célebre historia de amor sobrepasa las fronteras de la lírica árabe para ser ampliada por autores persas y turcos como Nizam (siglo XI), quien dio forma orgánica coherente a la leyenda en su romance épico titulado Laylà y Machnún. Lo habrían de imitar Amr Jusraw Dihlaw, Yam, Yunus Emré y Fuzul (siglo XIV), entre otros. Pero la reescritura mística de la leyenda beduina es la que más nos interesa aquí. La figuradel enloquecido Machnún, al perder la razón y sumirse en la contemplación de su imposible Laylà, habría de servir como emblema a numerosos poetas sufíes que cantaron al amor divino, igualmente suprarracional. Los paralelos entre ambos discursos amorosos –el erótico/contemplativo de Machnún y el extático del místico auténtico– son en efecto muy cercanos. Desconsolado por la búsqueda infructuosa de Laylà «real» de carne y hueso, se ha transformado en uno con ella para siempre allá en el hondón infranqueable de su espíritu inmortal. Así lo entendió el poeta persa Yam (m. 1492), en cuya reescritura de la leyenda el deseo real de Machnún no es la unión con Laylà sino la unión con Dios. Ibn Arabí había preludiado la misma lección en su Taryuman al-Ashwaq o Intérprete de los deseos. En su célebre poemario erótico-místico nos explica que su corazón es capaz de adquirir cualquier forma, cabe decir, que el espejo pulido de su alma refleja simbólicamente cualquiera de las manifestaciones de la Divinidad, sin atarse a ninguna. El poeta añade como coda a sus versos magisteriales de amor transformante: «De esto nos dan ejemplo Bisr, el amante de Hind, y su hermana, y Qays y Lubnà y Mayya y Gaylan». Embriagados por un amor que va más allá de los sentidos, Qays y estos legendarios enamoradosislámicos perdieron la conciencia de sí mismos, dando una suprema lección de desasimiento a los místicos auténticos. También el persa Rumi ve concretamente cómoel contemplativo debe abrazar la «noche» metafórica que conduce a la intuición de la unidad esencial de Dios: «Toma a Laylà sobre tu pecho, oh Machnún:

Fuente: Luce López-Baralt. Editorial Universidad de Puerto Rico.2002

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