Claros del bosque (primera parte)

Claros del bosque (primera parte)

Por María Zambrano

                    El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado, consabido. Y la analogía del claro con el templo puede desviar la atención.

                Un templo, mas hecho por sí mismo, por «Él», por «Ella» o por «Ello», aunque el hombre con su labor y con su simple paso lo haya ido abriendo o ensanchando. La humana acción no cuenta, y cuando cuenta da entonces algo de plaza, no de templo. Un centro en toda su plenitud, por esto mismo, porque el humano esfuerzo queda borrado, tal como desde siempre se ha pretendido que suceda en el templo edificado por los hombres a su divinidad, que parezca hecho por ella misma, y las imágenes de los dioses y seres sobrehumanos que sean la impronta de esos seres, en los elementos que se conjugan, que juegan según ese ser divino.

                Y queda la nada y el vacío que el claro del bosque da como respuesta a lo que se busca. Mas si nada se busca, la ofrenda será imprevisible, ilimitada. Ya que parece que la nada y el vacío —o la nada o el vacío— hayan de estar presentes o latentes de continuo en la vida humana. Y para no ser devorado por la nada o por el vacío haya que hacerlos en uno mismo, haya a lo menos que detenerse, quedar en suspenso, en lo negativo del éxtasis. Suspender la pregunta que creemos constitutiva de lo humano. La maléfica pregunta al guía, a la presencia que se desvanece si se la acosa, a la propia alma asfixiada por el preguntar de la conciencia insurgente, a la propia mente a la que no se le deja tregua para concebir silenciosamente, oscuramente también, sin que la interruptora pregunte la suma en la mudez de la esclava. Y el temor del éxtasis que ante la claridad viviente acomete hace huir del claro del bosque a su visitante, que se torna así intruso. Y si entra como intruso, escucha la voz del pájaro como reproche y como burla: «me buscabas y ahora, cuando te soy al fin propicio, te vuelves a ese lugar donde respirar no puedes», o algo por ese estilo suena en su desigual canto. Y un cierto sosiego puede procurar ese reproche y esa burla. En la escena de las bodas, único momento en que Dante encuentra cara a cara a Beatriz, la ve burlarse al modo de una dama sin más, con sus amigas, de la turbación que el enamorado sin par experimenta al verla de cerca y al poder servirla inesperadamente. Y huye a la pieza vecina, y el amigo introductor —guía— le pregunta por la causa de tanta turbación. Io tenni li piedi en quella parte del avita di la de la quale non si puote ire piü per intendimento di ritornare.

                Y aparece luego en el claro del bosque, en el escondido y en el asequible, pues que ya el temor del éxtasis lo ha igualado, el temblor del espejo, y en él, el anuncio y el final de la plenitud que no llegó a darse: la visión adecuada al mirar despierto y dormido al par, la palabra presentida a lo más. Se muestra ahora el claro como espejo que tiembla, claridad aleteante que apenas deja dibujarse algo que al par se desdibuja. Y todo alude, todo es alusión y todo es oblicuo, la luz misma que se manifiesta como reflejo se da oblicuamente, mas no lisa como espada. Ligeramente se curva la luz arrastrando consigo al tiempo. Y no se olvidará nunca que la curvatura de luz y tiempo no es castigo, o que no lo es solamente, sino testimonio y presencia fragmentada de la redondez del universo y de la vida, y que el temblor es irisación de la luz que no deja de descender y de curvarse en todo recoveco oscuro, que se insinúa así, ya que directamente no puede sin violencia arrolladora permitirse entrar en nuestro último rincón de defensa. Y los colores mismos nacen para hacernos la luz asequible. Y el Iris resplandece, antes que arriba en los cielos, abajo entre lo oscuro y la espesura, creando así un imprevisible claro propicio.

                Brillan los colores sosteniéndose hasta el último instante de un desvanecimiento en el juego del aire con la luz, y del cielo que apenas perceptiblemente se mueve. Un cielo discontinuo, él mismo un claro también.

                Y los colores sombríos aparecen como privilegiados lugares de la luz que en ellos se recoge, adentrándose para luego mostrarse junto con el fuego en la rama dorada que se tiende a la divinidad que ha huido o que no ha llegado todavía. Y así son breves los detenimientos del amigo del bosque. Un doble movimiento lo reclama sobreponiéndose: el de ir a ver y el de llegarse hasta el límite del lugar por dónde la divinidad partió o la anunciaba. Y luego hay que seguir de claro en claro, de centro en centro, sin que ninguno de ellos pierda ni desdiga nada. Todo se da inscrito en un movimiento circular, en círculos que se suceden cada vez más abiertos hasta que se llega allí donde ya no hay más que horizonte.

                Alguna figura en esta lejanía anda a punto de mostrarse al borde de la corporeidad, o más bien más allá de ella, sin ser un esquema ni un simple signo. Figuras que la visión apetece en su ceguera nunca vencida por la visión de una figura luminosa ni por esplendor alguno. Algún animal sin fábula mira desde esta lejanía. Algún jirón se desprende de una blancura no vista, algo, algo que no es signo. Nada es signo, como si se vislumbrase un reino donde lo que significa y lo significado fuera uno y lo mismo, donde el amor no tiene que ser sostenido ni la naturaleza ande como oveja perdida o sorprendida que se aparece y se esconde. Y la luz no se refleja ni se curva ni se extiende. Y el tiempo sin derrota no transcurre, allá lejos donde se enuncia el centro al que espejan en instantes los claros de este bosque.

                Y la visión lejana del centro apenas visible, y la visión que los claros del bosque ofrecen, parecen prometer, más que una visión nueva, un medio de visibilidad donde la imagen sea real y el pensamiento y el sentir se identifiquen sin que sea a costa de que se pierdan el uno en el otro o de que se anulen.

                Una visibilidad nueva, lugar de conocimiento y de vida sin distinción, parece que sea el imán que haya conducido todo este recorrer análogamente a un método de pensamiento.

                Todo método salta como un «Incipit vita nova» que se nos tiende con su inajenable alegría. Se oye el alleluia en el Discurso cartesiano. El resonar del voto aceptado al descubrir la «Clarté» a la oscura sacra Madona de Loreto. Mas lo que se vislumbra, se entrevé o está a punto de verse, y aun lo que llega a verse, se da aquí en la discontinuidad. Lo que se presenta de inmediato se enciende y se desvanece o cesa. Mas no por ello pasa simplemente sin dejar huella. Y lo entrevisto puede encontrar su figura, y lo fragmentario quedarse así como nota de un orden remoto que nos tiende una órbita. Una órbita que menos aún que ser recorrida puede ser vista. Una órbita que solamente se manifiesta a los que fían en la pasividad del entendimiento aceptando la irremediable discontinuidad a cambio de la inmediatez del conocimiento pasivo con su consiguiente y continuo padecer.

                Todo método es un «Incipit vita nova» que pretende estilizarse. Lo propio del método es la continuidad, de tal manera que no sabe pensar en un método discontinuo. Y como la conciencia es discontinua —todo método es cosa de la conciencia— resulta la disparidad, la no coincidencia del vivir conscientemente y del método que se le propone.

                Surge todo método de un instante glorioso de lucidez que está más allá de la conciencia y que la inunda. Ella, la conciencia, queda así vivificada, esclarecida, fecundada en verdad por ese instante. Si el método se refiere tan sólo al Conocimiento objetivo, viene a ser un instrumento, lógico al fin y sin remedio, aunque vaya más allá del «Organon» aristotélico. Y queda entonces como instrumento disponible a toda hora. Mas no a toda hora el pensamiento sigue la lógica formal ni ninguna otra por material que sea. La conciencia se cansa, decae y la vida del hombre, por muy consciente que sea y por muy amante del conocer, no está empleada continuamente en ello. Y queda así desamparado el ser, queda librado a todo lo demás que en sí lleva, y que si ha sido avasallado, amenaza con la rebelión solapada y con la simple y siempre al acecho inercia.

                Y así sólo el método que se hiciese cargo de esta vida, al fin desamparada de la lógica, incapaz de instalarse como en su medio propio en el reino del logos asequible y disponible, daría resultado. Un método surgido de un «Incipit vita nova» total, que despierte y se haga cargo de todas las zonas de la vida. Y todavía más de las agazapadas por avasalladas desde siempre o por nacientes. Un método así no puede tampoco pretender la continuidad que a la pretensión del método en cuanto tal pertenece. Y arriesga descender tanto que se quede ahí, en lo profundo, o no descender bastante o no tocar tan siquiera las zonas desde siempre avasalladas, que no necesariamente han de pertenecer a ese mundo de las profundidades abisales, de los ínferos, que pueden, por el contrario, ser del mundo de arriba, de las profundidades donde se da la claridad. Mas, ¿cómo sostenerse en ella?

                ¿Qué significa en verdad este «Incipit vita nova», que todo método, por estrictamente lógico, instrumental que sea trae consigo? No puede responder más que a la alegría de un ser oculto que comienza a respirar ya vivir, porque al fin ha encontrado el medio adecuado a su hasta entonces imposible o precaria vida. Los ejemplos del método cartesiano, y antes del encuentro de San Agustín con su evidencia, con la verdad que vivifica su corazón —centro de su ser entero— vienen por sí mismos. Y la «Vita Nova» de Dante, enigmático breviario sinuoso, espiral que avanza y retrocede para en un instante recobrarse por entero. ¿No son todos ellos la repercusión de un instante, de un único instante que se perpetúa discontinuamente, a punto de perderse salvándose porque sí y, por lo que al sujeto hace, por una fidelidad sin desfallecimiento? Es un centro, pues, que ha sido despertado, centro de la mente tan sólo —si es que los métodos estrictamente filosóficos de Aristóteles y de Cartesio lo son como se suele creer. Y centro del ser cuando el amor entra en juego declaradamente. Y cuando entra en juego, declarado o sin declarar, es lo que decide. Y entonces se arriesga (pues que desde hace siglos, o desde el principio de la cultura llamada de Occidente, la mística está en entredicho) que se piense que ronda la mística o que recae en ella. Y si el veredicto es más leve, que es cosa de poesía, por tanto tal equívoco, que sería el método de un vivir poético. Y nada habría que objetar si por poético se entendiera lo que poético, poema o poetizar quieren decir a la letra, un método más que de la conciencia, de la criatura, del ser de la criatura que arriesga despertar deslumbrada y aterida al mismo tiempo.

Fuente: María Zambrano, Claros del bosque,

Biblioteca de Bolsillo, Primera edición en Biblioteca de Bolsillo, septiembre 1986

 

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