El logos oscuro en María Zambrano

El logos oscuro en María Zambrano

Tres  aspectos  esenciales  desde  los  que  contemplar  el  pensamiento  de  Zambrano, siete  citas,  un  lema,  nueve  filósofos,  y  un  mito,  nos  servirán  de  hilo  conductor  para  adentrarnos en las coordenadas místicas, trágicas y filosóficas del que he denominado  como  logos oscuro  de esta pensadora –en obvia primera contraposición  al logos de la clarté cartesiano- en mi libro de ese título:

1.-El  amplio  contexto  filosófico  y  espiritual  en  que  va  produciéndose  este  tan  singular modo de pensar y su crítica de la razón discursiva occidental –correlato de la radical crisis en que ve a toda nuestra cultura como sumergida ya al borde del “suicidio” y en la más pura “orfandad”, y ostentando ya sólo un mero “color de imperio” técnico y de  comercial  imposición-,  a  la  que  contrapondrá  su  propia  “razón  poética”,  en  tanto que  razón  creadora,  imaginal  (y  a  la  que  por  mi  parte  le  doy  el  mismo  sentido plenamente espiritual que le  otorga Henry Corbin) y simbólica. Hago ya hincapié en que este modo de pensar es susceptible de incardinarse en cierto “modelo” ontológico gnóstico  –no  dualista-  de  pensamiento  “oriental”  y  “auroral”,  cuyo  centro  es  el nacimiento en el hombre de lo divino “compadeciente” y en devenir, muy cercano a las connotaciones místicas que le confieren, por eminentes ejemplos, el citado H. Corbin, C.  Jambet  (  en  especial  su  La  lógica  de  los  orientales)  o  T.  Izutsu  (en  Sufismo  y Taoísmo),  y  tal  como  es  observable  en  el  taoísmo  de  Laotsé y  Zhuangzí,  o  en  el sufismo,  pero  también  en  aspectos  nucleares  de  corrientes  hinduistas  y  del  propio budismo, en la Cábala judía, aunque no menos en modos “místicos” de pensamiento occidental transidos de neoplatonismo, de los que son paradigmáticos los dos ejes que suponen el maestro Eckhart  y Jacob Böhme,  y  que hallarán sus, quizá, más decisivos desarrollos  filosóficos  en  Schelling  y  en  el  propio Max  Scheler,  quien  ya  tendrá  una incidencia directa en Zambrano, que, por lo demás,  vendrá a concretar filosóficamente el propio horizonte mental krausista y del ideario de la Institución libre de enseñanza en que se forma Zambrano, merced a su propio padre Blas Zambrano y al gran amigo de éste, Antonio Machado; horizonte y suelo desde los  que recibirá su primera formación filosófica desde la “razón vital” de Ortega.

2.-La  evidente  conexión  que  ese  “modelo”  tiene con  la  Philosophia  perennis,  tal como  la  entenderán  los  más  agudos  pensamientos  espirituales  o  muy  seriamente “esotéricos” del siglo XX, de los que tres tendrán  una clara incidencia en la pensadora, y  con  los  que  no  hará  sino  acrecentar  su  diálogo  a  medida  que  avanza  su  obra:  el primero,  Louis  Massignon,  pero  también  René  Guènon  y  Fritjof  Schuon,  como  lo muestra  sobre  todo  la  gran  obra  inédita  de  Zambrano de  los  años  setenta  Historia  y Revelación.

3.-La  correlación  de  los  dos  puntos  anteriores  con  el  tratamiento  ampliamente filosófico  que  Zambrano  irá  haciendo  entre  tragedia,  mística  y  filosofía,  del  que dimanará  la  que  he  denominado  como  lógica  del  sentir –de  raigambre  enteramente fenomenológica, aunque desde sus primeros artículos se trate de una  fenomenología muy propia  y  original  en  el  contexto  espiritual  señalado-,  como  un  pensamiento  de  la  experiencia radical  humana  (de  su  sentir  originario),  incidiendo  desde  sus  comienzos  –y  de  modo  muy delimitado  desde  1954-  en  el  eminente lugar  que  para  ella  tienen  los sueños,  y  en  la  estricta relación entre los diversos tipos de sueños y los diversos estratos en que van apareciendo los múltiples tiempos y hasta lo que ella denomina el sueño creador, el verdadero impulsor, según la pensadora, de las grandes obras literarias occidentales y en sus diversos géneros.  

( En  mi  libro  citado  El  logos  oscuro recorro  con  pormenor  la  singular  relación  de  Zambrano  con  H. Corbin , al que conoce personalmente, y con el que dialoga en largas conversaciones, en los Coloquios de Royaumont en junio de 1962 sobre “Los sueños en las sociedades humanas”. Allí ambos constatan, más allá  del  magisterio  común  de  Louis  Massignon,  la  confluencia  de  sus  respectivas  investigaciones.  Y  a partir de entonces Zambrano se adentrará mucho en la obra de Corbin, y en especial en su libro sobre Ibn Arabî,  La  imaginación  creadora,  y  de  forma  muy  especial  en  sus  últimos  años  en  Templo  y contemplación. En la carta citada en nota anterior a Lezama Lima sobre el “suicidio” occidental, Zambrano le acaba diciendo al gran escritor cubano: Louis Massignon es el único maestro que desde hace larguísimos años he encontrado).

Esos  tres  aspectos  ya  nos  permiten  comprender  un  tanto  el  valor  que  Zambrano otorgará  a  las  siguientes  siete  citas,  y  el  modo  en que  las  insertará  y  las  prolongará hermeneúticamente en su obra:

1-Conocer padeciendo (Esquilo)

2-Hay que repartir bien el logos por las entrañas (Empédocles)

3-No se puede comprar el corazón, pues lo que el corazón quiere se paga con la vida (Heráclito)

4.-Señor  que  yo  vea  mi  rostro  tal  como  era  antes  de  que  yo  naciese (Oración  del budismo Zen)

5-Estoy  tratando  de  reintegrar  lo  divino  que  hay  en  mí  a  lo  divino  que  hay  en  el Universo (Plotino)

6-Hay que escalar el propio corazón como si fuese una montaña (Angelus Silesius)

7-Hay  tantas  auroras  por  nacer  (cita  vedántica  que  Nietzsche  antepone  a  su Auroras)

El  tan  aparentemente  sencillo  lema  que  parece  presidir  toda  la  obra  de  Zambrano desde sus comienzos, aunque sólo lo enunciaría así  ya en Claros del bosque (1977), es:

Nada de lo real debe ser humillado. Y en realidad en él se compendia la amplitud de la experiencia que ella quiere recorrer, adonde va adentrándose en muy explícita también recurrencia al  adentrémonos más en la espesura  de Juan de la Cruz, que podría valer, más que como octava cita, como el enunciado mismo general que iría siendo precisado por las otras siete citas y su apelación a los elementos esenciales de la experiencia con los que Zambrano quiere “abrir” la tan reducida e implacablemente reductora manera de entender  la  experiencia  humana  por  parte  de  racionalismo  y  empirismo.  Y  así,  el abismamiento  en  el  propio  padecer,  el  reparto  del  logos  por  las  entrañas  y  por  ese mismo padecer, la insobornabilidad del “corazón” o  del “ánimo” (el  thimós), el rostro de  la  “persona”,  más  allá  del  “yo”  conciencialista  (y  aquí  inevitablemente  hemos  de recordar  la  tan  decisiva  figura  –que  Zambrano  tanto recorre-  del  daimon propio,  del “genio”,  o  del  “ángel”,  en  todas  estas  coordenadas  trágicas,  gnósticas  y  místicas,  así como  el  propio  vedántico  tat  tuam  asi,  “tú  eres  eso”,  es  decir,  ese  mismo  “rostro” eterno,  más  allá  de  toda  “máscara”,  al  que  alude  la oración  Zen).  Y  obvio  parece  el decir  que  la  quinta  cita  –que  Zambrano  puso  en  el  dintel  mismo  de  El  hombre  y  lo divino- apela a ese mismo rostro o gota de lo divino en la entraña de lo humano. Y es eso  mismo  lo  que  comparece  en  las  palabras  del  gran místico,  discípulo  de  Böhme, Angelus Silesius, y que Zambrano pone como cita en “La escala de la Confesión” en su libro  El sueño creador, en que bajo el símbolo de la montaña del corazón  se propone ir escalando una a una las envolturas de los diversos  “yoes” –esos que vimos Zambrano dice que sobran: el yo primero  y aun el segundo-, todas las propias “máscaras”, hasta el abismo,  que  en  frecuente  figura  gnóstica  y  mística  Angelus  Silesius  invierte  -y  como tantas  veces  lo  hace  la  propia  Zambrano,  y  muchas  de  la  mano  de  sus comentarios  a Dante,  o  al  propio  Guenón,  quizá  el  mejor  estudioso de  este  simbolismo  del  abismo- convirtiéndola en esa montaña. Y todo ello nos ha conducido al se diría que final tema de “las auroras aún por nacer”, y desde luego al final libro de Zambrano, De la Aurora, y en el que se compendia la máxima sabiduría de esta pensadora sobre estas cuestiones trágico-místico-filosóficas.

Y al respecto hay al menos que señalar que esa cuestión nos llevaría directamente al permanente diálogo que Zambrano mantuvo con Nietzsche desde el inicio mismo de su obra y hasta su final en esa De la Aurora y en Los bienaventurados. Quede, pues, al menos  señalado  ese  diálogo  con  Nietzsche,  en  el  que Zambrano  parece  empeñada  en “demostrar”  el  carácter  de,  como  lo  califica  ella,  éxtasis  malogrado,  pero  de  suma veracidad  mística, de toda la escritura de Nietzsche, con lo  que incidiría en mostrar  la gran veracidad de uno de los más inquietantes aforismos de aquél –del otoño de 1885-, que, bien probablemente, Zambrano desconocía:  El fin de todo filosofar es la intuitio mystica.

Pero esto mismo nos conduce –en este intento de hacer ver las esenciales coordenadas de este modo de pensar tan abocado precisamente a esa  intuitio mystica- a adentrarnos un poco más en esos cruciales “confluyentes” –más que propiamente “influyentes”-, o con quienes dialoga a lo largo de toda su obra sobre esa sabiduría tan fronteriza y que ahonda en las condiciones de la experiencia precisamente por cauces trágicos, se diría que “descendidos” a sus mayores “espesuras” místicas, donde halla su logos oscuro, del que ya podemos precisar que es un gemelo filosófico de la “noche oscura del alma” de tantos  místicos  de  diversas  espiritualidades,  y  no  sólo  de  Juan  de  la  Cruz,  aunque  él fuese, posiblemente, su mejor expositor, y en la senda de tantos sufíes.

Y así es de señalar el permanente diálogo que Zambrano mantendrá –precisando más lo hasta ahora señalado- con un trágico, tres místicos, nueve filósofos, y en especial con dos sabios del siglo XX. El trágico esencial para Zambrano no es otro que Sófocles, y de  forma  especialísima  sus  Edipo y  Antígona,  aunque  siempre  teniendo  en  cuenta aquella asunción “metodológica” del conocer padeciendo de Esquilo. El místico esencial para Zambrano será Juan de la Cruz, y desde el comienzo mismo de su obra en el artículo de 1928, “Ciudad ausente”, sobre el que ya escribirá en 1939 su decisivo escrito “San Juan de la Cruz, de ‘la Noche oscura` a la más clara mística”, en el que  recorre  sus  concomitancias  con  las  vías  filosóficas  de  Spinoza  y  Nietzsche.  Pero junto a él destacará enseguida el adentramiento que hace en Plotino, y cada vez más irán resaltándose las figuras del Maestro Elkhart y de Jacob Böhme, aunque comparezcan también muy decisivamente tanto los taoístas Laot sé y Zhuangzí como, en especial, Ibn Arabî.

Los  nueve  filósofos  capitales  para  Zambrano  en  su  inmersión  en  el  logos  oscuro serían Pitágoras –o quizá con mayor precisión la vía órfico-pitagórica que ella bebe en fuentes más bien neoplatónicas-, Heráclito, a quienve más cerca de haber atisbado el que  ella  denomina  logos  sumergido,  recóndito,  embrionario –y  que  es  el  que  por  mi parte configuro como  logos oscuro, y siempre en un amplio contexto hermenéutico en el  que  ocupan  un  lugar  primordial  los  presocráticos,  y  muy  singularmente  el  propio Parménides,  y  desde  luego  el  mencionado  Empédocles, así  como  Anaxágoras  y  su Nous-,  y  sin  obviar  la  relevancia  que  adquieren  en  la  pensadora  determinadas  líneas estoicas  prosecutoras,  según  ella,  de  un  logos  spermatikós  heraclitiano.  El  tercer  y cuarto lugar preeminente lo ocupan Platón y Aristóteles, en una constante exégesis con la que pretende re enquiciar la metafísica occidental creando un puente con la “oriental”, y  en  general,  como  he  señalado,  con  la  denominada  Philosophia  perennis.  El quinto filósofo es Spinoza, en un adentramiento tanto en su teoría de las pasiones como en el sentido de su tercer género de conocimiento, el que conduce a la beatitud y al amor intellectualis; aunque, al hilo spinozista, también se le irá imponiendo a Zambrano una visión muy amplia de la perfección que encuentra en aspectos nucleares de la filosofía de Leibniz. El sexto pensador –incluso más allá de la filosofía, hacia una visión trágicomística- no es otro que Nietzsche. Y ya en séptimo, octavo y noveno lugar, comparecen aquellos maestros contemporáneos con los que más dialoga a lo largo de toda su obra: Ortega, Max Scheler y Heidegger. Se  diría  que  a  todos  ellos  los  abisma  místicamente  hacia  un  mundo  oscuro, subterráneo,  donde  ve  nacer  una  salvadora  y  auroral luz.  Podríamos traer aquí  a colación el título de P. Harpur,  El fuego secreto de los filósofos, por cuanto eso es lo que Zambrano trata de dar a ver, más o menos críticamente, de estos nueve filósofos, como, por lo demás, se lo va diciendo a Lezama Lima en sus últimas cartas de los años setenta, donde, mucho antes de ese libro, utiliza esa misma metáfora del “fuego secreto” y  de  la  alquimia  que  subyace  a  toda  gran  filosofía, recorriendo  lo  que  años  después Richard Tarnas titulase La pasión de la mente occidental. Y ciertamente, a su fuego más recóndito, a su pasión central, a su mismo mundo diamónico, a su mundo intermedio, conduce Zambrano a estos filósofos desde su propio logos oscuro.

Fuente: ¨El logos oscuro, Tragedia, mística y filosofía en María Zambrano¨. Jesús Moreno Verbum, Madrid, 2008

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