La Alhambra en Haikus

Les confieso que no soy experto en arte, tampoco crítico literario, ni entendido en poesía ni en fotografía, aunque sí sea apasionado de ambas manifestaciones del arte y de la belleza. Por eso, titulo estas reflexiones, como simples impresiones de un lector curioso o de un espectador interesado, y, tengo que reconocerlo, poseído por la magia de la Alhambra y de los Cármenes granadinos y seducido por la demostrada sensibilidad y creatividad estéticas de los autores.
Tras terminar de leer el libro, que os recomiendo efusivamente, escribí a su autor, mi amigo Francisco Acuyo, unas palabras de felicitación en las que le venía a decir, más o menos, que la lectura de su obra era “una fiesta para la inteligencia poética y al mismo tiempo para la sensibilidad estética”. Reafirmo aquí y ahora, esa original impresión.
Se trata de una obra que conjuga -con singular virtuosismo- la poética fotográfica del paisaje, de la geometría y la arquitectura con la arquitectónica formal de la poesía, por una parte; que unifica -si no explícitamente sí en su trasfondo-, la mística budista-zen japonesa, con la mística islámica sufí y con la mística cristiana, por otra, en una feliz y sincrética síntesis, formal y sensorial y en la que se integran de armónica manera elementos procedentes de distintas concepciones del mundo y de distintas artes.
De la poesía -palabras, sintagmas, imágenes, tropos literarios, símbolos-; de la fotografía -enfoques, perspectivas, líneas, espacios, claroscuros-; de la música -"silencios púrpura", “músicas calladas", murmullos, rumores y sonidos presentidos o adivinados en el agua-; y de la plástica en general -formas, superficies, colores, luces y sombras-.
El texto poemático se enriquece, a su vez, con tropos, imágenes, metáforas, sinécdoques, metonimias, verdaderamente deslumbrantes y con experiencias sinestésicas de múltiples sensaciones: táctiles, auditivas, de movimiento (o cinestésicas), y también de sabores, olores, visiones. Veamos si no algunos ejemplos de ello cuando, por ejemplo, el poeta alude a imágenes y expresiones como "luz
alada", "sombras de plomo", "sol aromático", "sombra que susurra", "silencio gris", "rumor amarillo", "silencio verde violáceo", "sueña el azul" etc.
Además de todo ello, el poeta sabe transmitir al lector una serie de emociones, sentimientos y vivencias, suscitadas sin duda por una contemplación -yo diría que extática o mística- de la belleza tanto de la pura naturaleza, como, sobre todo, de la naturaleza mediada por el artificio humano: la belleza de los Cármenes, en un caso, y la de la Alhambra, en el otro.
Y es que, verdaderamente, el marco, el entorno en el que se inspiran y ofrecen los poemas -como confiesa el autor en su introducción- "es ya de por sí un rasgo peculiar, incluso inusitado, cuyas raíces remiten, por una parte al Islam, por otra, al siglo XIX". Ese marco, ejerce o funciona de catalizador y aglutinante de las distintas atmósferas místicas que impregnan desde siglos sus parajes.
Por una parte, la atmósfera de la mística cristiana y personalista de un San Juan de la Cruz. Mística del encuentro o unión con el Tu divino, tras experimentar su cenit como "llama de amor viva".
Por otra, la atmósfera de la mística islámica Sufí, a la manera de la del murciano Abenarabi: una mística de la inmersión del yo en el ser divino: “el sufismo es que Dios te haga morir a ti mismo y vivir en Él", como proclamaba Junayd, un místico sufí de Bagdad, del siglo X [1].
Místicas, ambas, dialógicas, de unión con Dios; que participan del encuentro y la comunión de la criatura con la realidad divina, y en las que nunca se esfuman o disuelven las categorías personales (esposo-esposa; amado-amada, amigo-hermano, padre-hijo) en la inmensidad de un Todo o de un Absoluto Impersonal o Transpersonal.
Y en contraste con esas dos tradiciones místicas, tan similares, tan cercanas y entreveradas en nuestra tradición religiosa y literaria (como lo atestiguan los estudios e investigaciones de Asín Palacios, Massignon, Ritter, Luce López-Baralt o Henri Corbin) [2], la presencia -incoada no ya en el entorno referido, sino en el espíritu de la forma poética empleada- de la Mística budista-zen, una mística monista, impersonal -en la que la relación Yo-Tú es inexistente-. Una mística, pues, no del encuentro amoroso, como la cristiana-islámica, sino de la disolución del yo o del ego, y del vacío transpersonal. Una mística, en fin, anonadante y de la cesación de todo, característica del Oriente [3].
Conjugar todos esos elementos formales y conceptuales tan heterogéneos, a partir de un texto literario y de unas imágenes fotográficas de singular belleza, ya es una proeza estética, de la que son responsables sus autores: Francisco Fernández y Francisco Acuyo o viceversa.
El medio e instrumento formal, decíamos, utilizado por los autores para ello es la palabra y la imagen (fotográfica), el verbo y la plástica, en una feliz y sugestiva síntesis artística. Ambos artistas han sabido percibir, lo mismo que percibían en sus poemas ideográficos los viejos poetas de la tradición china y japonesa.
Y es que en ningún lugar del mundo han estado tan relacionadas la pintura (o la imagen representada plásticamente) y la poesía como en las culturas china y japonesa. Si Aristóteles, y después Horacio, entendían que la palabra poética copia o "pinta" lo real -recordemos la clásica locución latina ut pictura poesis ("como la pintura así la poesía")-, debido a la utilización que hace de la mímesis de la Naturaleza, nosotros podemos decir que las bellísimas imágenes fotográficas de Francisco Fernández, que acompañan a los no menos fascinantes haikús de Francisco Acuyo, nos ofrecen el entorno mágico
y poético en el que éstos adquieren su climax poemático y su más pleno sentido.
Desgraciadamente, nosotros no estamos acostumbrados a leer imágenes sino tan sólo términos, palabras, sintagmas, frases, enunciados. Diferenciamos ambos ámbitos hasta el punto de que son dos funciones las que activamos frente a ellos: "leemos" la escritura y "contemplamos" la pintura/fotografía.
Para leer un poema chino o japonés deberíamos lograr unificar ambas cosas (algo que Mallarmé intentó decirnos, a su manera)[4]. Pues bien, Francisco Fernández y Francisco Acuyo han sabido hacerlo con una admirable compenetración, hasta el punto en que leemos sus fotografías como poemas y contemplamos sus versos (haikús) como representaciones pictóricas. Han logrado, en fin, fundir -con una alquimia virtuosista- la poesía de la palabra y la poesía de la imagen en una única e integral obra de arte.
La obra se inicia con una sabia y documentadísima Introducción del autor en la que nos informa de la poética que ha inspirado esta obra, de su afinidad con la poesía china y japonesa tradicional, así como de los criterios desde los que ha utilizado libre y heterodoxamente la forma poética de los haikús. Y continúa con las dos partes fundamentales de las que consta: 1ª, los Haikús de los Cármenes y 2ª los Haikús de la Alhambra.
Les confieso que siempre he sentido una gran admiración por la cultura oriental, singularmente por el budismo, en su orientación zen. Siempre me ha fascinado la poesía clásica china y especialmente la tradición japonesa de los haikús.
Es cierto que los japoneses no se han preocupado nunca por elaborar grandes sistemas teóricos. Si tuviéramos que elegir las notas más características de la cultura japonesa tendríamos que aludir en primer lugar a su capacidad de mimetización, adaptación y asimilación de lo extraño y de lo foráneo que utilizan como materia prima para absorberlo y transformarlo en algo propio y original: es decir para copiarlo o imitarlo, elaborarlo, conservarlo, estilizarlo y difuminarlo, haciéndolos suyos.
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