Historia prodigiosa de la ciudad de Bronce
Historia prodigiosa de la ciudad de Bronce
Dijo Schehrazada:
Cuentan que en el trono de los califas Omníadas, en Damasco, se sentó un rey (¡sólo Alah es rey!) que se llamaba Abdalmalek ben Merwán. Le gustaba departir a menudo con los sabios de su reino acerca de nuestro señor Solimán ben-Daúd (¡con él la plegaria y la paz!), de sus virtudes, de su influencia y de su poder ilimitado sobre las fieras de las soledades, los efrits que pueblan el aire y los genios marítimos y subterráneos.
Un día en que el califa, oyendo hablar de ciertos vasos de cobre antiguo, cuyo contenido era una extraña humareda negra de formas diabólicas, asombrose en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos tan verídicos, hubo de levantarse entre los circunstantes el famoso viajero Taleb ben-Sehl, quien confirmó el relato que acababan de escuchar, y añadió: "En efecto, ¡oh Emir de los Creyentes! esos vasos de cobre no son otros que aquellos donde se encerraron, en tiempos antiguos, a los genios que se rebelaron ante las órdenes de Solimán, vasos arrojados al fondo del mar mugiente, en los confines del Moghreb, en el África occidental, tras de sellarlos con el sello temible. Y el humo que se escapa de ellos es simplemente el alma condensada de los efrits, los cuales no por eso dejan de tomar su aspecto formidable si llegan a salir al aire libre".
Al oír tales palabras, aumentaron considerablemente la curiosidad y el asombro del califa Abdalmalek, que dijo al Taleb ben-Sehl: "¡Oh Taleb, tengo muchas ganas de ver uno de esos vasos de cobre que encierran efrits convertidos en humo! ¿Crees realizable mi deseo? Si es así, pronto estoy a hacer por mí propio las investigaciones necesarias. Habla". El otro contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! Aquí mismo puedes poseer uno de esos objetos, sin que sea preciso que te muevas y sin fatigas para tu persona venerada. No tienes más que enviar una carta al emir Muza, tu lugarteniente en el país del Moghreb. Porque la montaña a cuyo pie se encuentra el mar que guarda esos vasos está unida al Moghreb por una lengua de tierra que puede atravesarse a pie enjuto. ¡Al recibir una carta semejante, el emir Muza no dejará de ejecutar las órdenes de nuestro amo el califa!"
Estas palabras tuvieron el don de convencer a Abdalmalek, que dijo a 'Taleb en el instante: "¿Y quién mejor que tú ¡oh Taleb! ¿será capaz de ir con celeridad al país del Moghreb, con el fin de llevar esa carta a mi lugarteniente el emir Muza? Te otorgo plenos poderes para que tomes de mi tesoro lo que juzgues necesario para gastos de viaje, y para que lleves cuantos hombres te hagan falta en calidad de escolta. Pero date prisa, ¡oh Taleb!" Y al punto escribió el califa una carta de su puño y letra para el emir Muza, la selló y se la dio a Taleb, que besó la tierra entre las manos del rey, y no bien hizo los preparativos oportunos, partió con toda diligencia hacia el Moghreb, adonde llegó sin contratiempos.
El emir Muza le recibió con júbilo y le guardó todas las consideraciones debidas a un enviado del Emir de los Creyentes; y cuando Taleb le entregó la carta, la cogió, y después de leerla y comprender su sentido, se la llevó a sus labios, luego a su frente y dijo: "¡Escucho v obedezco!" Y enseguida mandó que fuera a su presencia el jeque Abdossamad, hombre que había recorrido todas las regiones habitables de la tierra, y que a la sazón pasaba los días de su vejez anotando cuidadosamente, por fechas, los conocimientos que adquirió en una vida de viajes no interrumpidos. Y cuando presentóse el jeque; el emir Muza le saludó con respeto y le dijo: "¡Oh jeque Abdossamad! He aquí que el Emir de los Creyentes me transmite sus órdenes para que vaya en busca de los vasos de cobre antiguos, donde fueron encerrados por nuestro Soleimán ben-Daúd los genios rebeldes. Parece ser que yacen en el fondo de un mar situado al pie de una montaña que debe hallarse en los confines extremos del Moghreb. Por más que desde hace mucho tiempo conozco todo el país, nunca oí hablar de ese mar ni del camino que a él conduce; pero tú, ¡oh jeque Abdossamad! que recorriste el mundo entero, ¡no ignorarás sin duda la existencia de esa montaña y de ese mar!
Reflexionó el jeque una hora de tiempo, y contestó: "¡Oh emir Muza ben-Nossair! No son desconocidos para mi memoria esa montaña y ese mar; pero, a pesar de desearlo, hasta ahora no puedo ir donde se hallan; el camino que allá conduce se hace muy penoso a causa de la falta de agua en las cisternas, y para llegar se necesitan dos años y algunos meses, y más aún para volver, ¡suponiendo que sea posible volver de una comarca cuyos habitantes no dieron nunca la menor señal de su existencia, y viven en una ciudad situada, según dicen; en la propia cima de la montaña consabida, una ciudad en la que no logró penetrar nadie y que se llama la Ciudad de Bronce!"
Y dichas tales palabras, se calló el jeque, reflexionando un momento todavía; y añadió: "Por lo demás, ¡oh emir Muza! no debo ocultarte que ese camino está sembrado de peligros y de cosas espantosas, y que para seguirle hay que cruzar un desierto poblado por efrits y genios, guardianes de aquellas tierras vírgenes de la planta humana desde la antigüedad. Efectivamente, sabe ¡oh Ben-Nossair! que esas comarcas del extremo Occidente africano están vedadas a los hijos de los hombres. Sólo dos de ellos pudieron atravesarlas: Soleimán ben-Daúd, uno, y El-Iskandar de Dos-Cuernos, el otro. ¡Y desde aquellas épocas remotas, nada turba el silencio que reina en tan vastos desiertos! Pero si deseas cumplir las órdenes del califa e intentar, sin otro guía que tu servidor, ese viaje por un país que carece de rutas ciertas, desdeñando obstáculos misteriosos y peligros, manda cargar mil camellos con odres repletos de agua y otros mil camellos con víveres y provisiones; lleva la menos escolta posible, porque ningún poder humano nos preservaría de la cólera de las potencias tenebrosas cuyos dominios vamos a violar, y no conviene que nos indispongamos con ellas alardeando de armas amenazadoras e inútiles. ¡Y cuando esté preparado todo, haz tu testamento, emir Muza, y partamos!
Fuente: Las Mil y una noche, Editorial Verbum