La amada nocturna de San Juan de la Cruz se pudo haber llamado Laylà (segunda parte)

Embriagados por un amor que va más allá de los sentidos, Qays y estos legendarios enamorados islámicos perdieron la conciencia de sí mismos, dando una suprema lección de desasimiento a los místicos auténticos. También el persa Rumi ve concretamente cómo el contemplativo debe abrazar la «noche» metafórica que conduce a la intuición de la unidad esencial de Dios: «toma a Laylà sobre tu pecho, oh Machnún / la noche es el aposento del tawd [unidad de Dios], y el día es idolatría (shikr) y multiplicidad».  Rumi emplea, como muchos de sus correligionarios, un juego de palabras con el nombre femenino de Laylà, y, al hacerlo, no hace otra cosa que abrazar, simul- táneamente, la noche oscura de su propia alma. El cuerpo amado se le volatiliza en medio del abrazo y se le torna invisible: es un abrazo simultáneamente carnal y místico. Rumi anticipa, como tendremos ocasión de ver, las apasionadas caricias nocturnas de los amantes sanjuanísticos, en especial el mo- mento en que el amado se reclina sobre el pecho de la amada. Salta a la vista que los sufíes cantaban el leitmotiv de la noche mística –como siglos más tarde haría san juan de la cruz– bajo la cobertura del amor humano. Pero el persa no está solo en su codificación de la Laylà mística. También el anónimo autor del libro de la certeza asocia el nombre de esta Beatriz o Julieta musulmana con dicha noche espiritual: «[...] en la poesía y en las leyendas árabes la amada suele llamarse Laylà (noche), porque la noche es un símbolo de la belleza perfecta pasiva [...]. El deseo del amante [...] viene a representar [...] su aspiración a la verdad última».  Los espirituales del islam se sirvieron del nombre nocturno de la amada de Machnún con tanta insistencia porque habían codificado la «noche» como símbolo místico a lo largo de muchos siglos. Ya dejé dicho que la noche envolvente desvanece los contornos y es símil del todo infinito en el que se funden las identidades borradas. Estamos ante una «noche luminosa», ante un «mediodía oscuro», como cantaron en verso estos antiguos contemplativos: la oscuridad es aquí exceso de luz que implica el conocimiento trascendente de dios que no se obtiene por la razón discursiva. Estamos ante un auténtico clisé literario del sufismo: difícil pensar que lo inventara aisladamente el reformador de Carmelo. Miguel Asín Palacios fue el primero en reconocer la presencia del símil de la noche entre los sufíes al asociar la «noche oscura» del alma juancruciana a la de ibn Abbad de ronda y Abul-l-Hasan al-Shadilien su ensayo «un precursor hispano-musulmán de San Juan de la Cruz» y en su libro póstumo shadilíes y alumbrados.  Los místicos musulmanes medievales elaboraron, en efecto, el símbolo nocturno obsesivamente a lo largo de muchos siglos, haciéndolo suyo y dotándolo de intrincados matices inmediatamente reconocibles como islámicos y no trazables –como admite asín– a fuentes occidentales neoplatónicas. En estudio aparte he actualizado las investigaciones pioneras del maestro con numero- sos casos adicionales.  También me he ocupado de contrastar el símil nocturno sufí con la tribulationis nox de las Moralia de San Gregorio, con la divina Caligo o «tiniebla luminosa» del pseudo-dionisio, y aun con la oscuridad simbólica de San Gregorio de Nisa: las alegorías de los espirituales europeos, no cabe duda, resultan pálidas e imprecisas ante el pormenorizado símbolo islámico, que fue parte del discurso codificado de una escuela mística que lo reiteró durante muchos siglos. Cuando un sufí cantaba a la noche del encuentro amoroso, sus compañeros de vía mística eran capaces de decodificar en el acto

el sentido oculto apretadamente místico del símbolo. Como decía Lahiyi, el comentador de Shabistari: «una simple alusión [a la noche] basta». De igual manera, les bastaba también una simple alusión a aquella noche que fue la amada de Machnún. Con su simbólico nombre nocturno, Laylà se convirtió en auténtico heraldo de la experiencia mística: abrazar a Laylà era, en el lenguaje codificado de los sufíes, abrazar la noche oscura de la unión con dios. Veamos si otro tanto sucede con la protagonista poética de la noche oscura de San Juan de la Cruz. Acompañémosla en su precipitada fuga y veamos si podemos ceder a la tentación de la «delicia del cristianar» que decía pedro salinas para bautizarla con el nombre místico de líala

en una noche oscura

con ansias, en amores inflamada,

¡oh dichosa ventura!

salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

La protagonista poemática, cuya voz femenina nos remite, al igual que el «cántico», a coordenadas literarias orientales, nos da noticia de su agitado estado emocional, tan ajeno al de las damas inac- cesibles que fueron el norte del amor neoplatónico de tantos rendidos poetas del renacimiento. Se encuentra «con ansias» e inflamada en amores. Sincera admisión. Casi escuchamos su respiración entrecortada de auténtica enamorada en trance de gestionar un final clandestino pero feliz para la pasión que la consume. También nos dice la incógnita dama que su aventura se inicia en una noche cerrada: en un punto simultáneamente temporal –la noche oscura– y espacial –en la zona protectora de las tinieblas totales.  La primera –e importantísima– palabra que inaugura la «noche» nos remite, al igual que en el caso del «cántico», a una preocupación espacial. (No dice el poeta que la acción ocurre «de noche» sino «en una noche.») Ya sabemos que San Juan suele metaforizar su estado alterado de conciencia en términos de su ingreso en un espacio novedoso y rarificado: «entréme donde no supe, / y quédeme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo». El reformado dialoga consigo mismo en su propia obra y reescribe sus motivos simbólicos más importantes una y otra vez. Parecería que la pregunta ansiosa que inaugura el «cántico» – ¿adónde te escondiste, amado…?– se sigue contestando en este primer verso de la «noche»: «en una noche oscura...». Y es que el espacio-tiempo de la noche tendrá una importancia radical para la intelección profunda del poema. A este punto temporal simbólico y a espacio sagrado habremos de volver, porque en él se fundirán en uno los misteriosos protagonistas poemáticos. Más aún: ellos serán, como tendremos ocasión de ver, la noche misma –Laylà– que abrazan y que los envuelve protectora. Pero no nos adelantemos. Limitémonos por el momento a advertir que la oscuridad de la noche contrasta fuertemente con la luz súbita de las llamas que inflaman el ardiente corazón de la fémina en fuga. San Juan pinta desde el principio del poema un claroscuro contrastante que será también altamente significativo para la comprensión del poema. No se nos dice nada, como adelanté, de la identidad de la protagonista: ni sabemos su nombre ni tenemos noticia de su aspecto físico. Por el momento, sin embargo, vemos –o, mejor, adivinamos entre las sombras de la noche– a la emisora de los versos, que se desliza con sigilo (como otrora la tisbe de Ovidio o la esposa de los cantares) a un encuentro que sospechamos secreto. El poeta repite en la «noche» un verbo muy caro a su universo poético: «salí». En el «cántico», la protagonista salía «clamando»; aquí, aunque con las mismas «ansias» de su contrapartida anterior, sale «sin ser notada». Pero cuando una fémina sanjuanista emprende su camino, el lector tiene que estar alerta, ya que las protagonistas poemáticas del santo no suelen llevar a cabo desplazamientos normales en los que se superen distancias sucesivas. se trata más bien de caminos circulares anulados u ontológicamente inexistentes .Ya tendremos ocasión de ver si la «noche» es o no es excepción a esta regla: a esta estremecedora, fecundísima regla que nos suele colocar en el umbral de la experiencia mística. Un lector atento no puede evitar ponerse en guardia ante la mención lapidaria que inaugura el poema –«en una noche oscura»–, mención que será martilleada una y otra vez de manera ominosa a lo largo de las liras subsiguientes. Tanta insistencia es sospechosa. San juan nos desliza la idea de que, de alguna manera, el hecho de que los amantes se reúnan precisamente de noche es extraordinariamente importante. JoséNieto señala que la noche no parece simbólica en el contexto del poema porque San Juan aluda a «una» noche concreta, y no a «la» noche. Sin embargo, creo que la repetición insistente del punto temporal nocturno en el que se da la unión amorosa es demasiado reiterada como para no levantar recelo en el lector. Todos recordaremos que Jean Baruzi y, con él, Dámaso Alonso, proponen que la noche juancruciana es una noche simbólica, con la que el poeta intuye instintivamente el abismo nocturno de la experiencia trascendente. Estamos de acuerdo en lo fundamental: la noche sanjuanística, a la que se comienza aludiendo en el poema como un simple punto del calendario en el que se da una cita amorosa, termina por devenir un símbolo extraordinariamente complejo. La noche y sus tinieblas envolventes, a las que se alude de manera obsesiva, van enriqueciendo y aun minando lentamente la escueta historia de amor carnal, que no puede quedar sólo en eso (aunque tampoco deja nunca de ser eso). Pero esta noche que muchos estudiosos no dudan en calificar de simbólica es bastante más compleja de lo que la crítica había visto hasta ahora. Baruzi sospechó que la noche era un símbolo intuido ex nihilo por el poeta. Su supuesta «originalidad» dejó perplejo al ilustre francés, que prefirió dejar de lado el problema de la filiación literaria del misterioso símil: «no es preciso invocar tradición alguna para que podamos seguir al poeta».  Ya hoy no tenemos la incertidumbre que tuvo Jean Baruzi en 1924. La noche, precisamente como símbolo de un hito en el camino místico, ha quedado codificada en la literatura espiritual anterior al santo, minuciosa, apretadamente codificada, como hemos visto, sobre todo por los místicos del islam. el hecho escapó al maestro francés, y aun a Dámaso Alonso, pero hoy hemos de admitir que la riquísima contextualidad literaria del término ensancha desde el principio el campo semántico del poema, que sería leído, no lo olvidemos, en contextos conventuales. Pero no perdamos de vista a nuestra ansiosa enamorada, que continúa su camino furtivo en la segunda estrofa de la noche oscura:

 a oscuras y segura,

por la secreta escala disfrazada,

¡oh dichosa ventura!

a oscuras y en celada,

estando ya mi casa sosegada.

 

la protagonista poemática repite la frase «a oscuras» para subrayar las tinieblas que la envuelven y que sin embargo le dan una paradójica seguridad. se desliza subrepticiamente por una escala que pa- recería, a todas luces, ser provisional y clandestina –«instrumento portátil y arrimadizo» – como aquella que usara Calisto para alcanzar el huerto y la persona de Melibea. Esta escala por la cual la protagonista desciende en lugar de ascender ha sido para José Nieto una de las claves internas del poema que delata su condición erótica y no mística: los contemplativos suelen, según el estudioso, aludir a subidas del espíritu por escalas ascensionales, nunca a descensos al plano horizontal de la tierra por estas mismas escalas. No estoy tan segura. En primer lugar, si la amada hubiese subido por la escala a un hipotético encuentro amoroso en lo alto del huerto, tampoco por ello hubiera estado garantizada la implicación mística del poema exento, ya que numerosos amantes de la literatura renacentista –Calisto es tan sólo el caso más obvio– acceden a las alturas por una escala a la cita galante y eso no hace que sus textos adquieran una dimensión contemplativa automática. En segundo lugar, los místicos se sirven tanto del símbolo del ascenso como del símbolo del descenso para señalizar su encuentro con el absoluto: ahí está la tantas veces citada advertencia agustiniana noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore hominis habitat veritas.

(ver texto completo en rchivo pdf)

Share/Save