De cómo el rey se dio cuenta de que los médicos no podían curar a la doncella y como volvió su rostro hacia Dios y soñó con un hombre santo
Cuando el rey vio la impotencia de los galenos, corrió descalzo a la mezquita. Entró en ella y se dirigió al mihrab: la alfombra de oración se empapó con las lágrimas del monarca. Al volver en si del éxtasis (fana) abrió los labios en alabanza y loas, diciendo: «Oh, Tú cuyo menor don es el imperio del mundo, ¿qué puedo decir, puesto que Tú conoces lo que está oculto? Oh Tú en quien siempre, en la necesidad, nos refugiamos: nuevamente hemos extraviado el camino. Pero Tú has dicho: “Aunque conozco tu secreto, no obstante, decláralo sin dilación en tus actos externos”...