Cierto hombre llamó a la puerta de su amigo y este contestó: «¿Quién eres, oh leal?». Respondió: «Yo». El amigo dijo: «Márchate, no es el momento: en una mesa como esta no hay lugar para los crudos». ¿Quién cocerá a los crudos, salvo el fuego de la ausencia y la separación? ¿Quién los librará de su hipocresía?
El desgraciado se marchó y viajó durante un año, separado de su amigo, abrasado por las chispas del fuego. El quemado se coció, regresó y dio vueltas ante la puerta de su camarada. Llamó con cien temores y respetos, no fuera a ser que alguna palabra irrespetuosa escapara de sus labios. Su amigo dijo: «¿Quién llama a la puerta?». Respondió: «Tú llamas a la puerta, oh encantador de almas». «Ahora, puesto que tú eres yo, entra, oh yo mismo: no hay sitio en la casa para dos “yo”. Las dos puntas del hilo no son adecuadas para la aguja: ya que estás solo, entra en esta aguja».
Es el hilo el que está conectado a la aguja: el ojo de la aguja no es adecuado para el camello. ¿Cómo va a adelgazar la existencia del camello salvo con las tijeras de los ejercicios ascéticos?
Para ello es necesaria, oh lector, la mano de Dios, pues es el Sea y fue de toda cosa imposible. Por Su mano, todo lo imposible se torna posible, por temor a Él todos los insurrectos se callan. Y ¿qué del ciego de nacimiento y el leproso? Hasta los difuntos reviven por el hechizo del Todopoderoso, y esa no-existencia, que está más muerta que los fallecidos, obedece cuando Él la llama a ser.